Durante casi cinco siglos, todas las Iglesias que se han identificado con la Reforma Protestante han adoptado como una de sus doctrinas oficiales la doctrina de la justificación por la fe—o para ser más preciso, la doctrina de la justificación por gracia mediante la fe. En la mayoría de los casos, siguiendo la traducción que Martín Lutero hizo de Rom. 3:28, se habla de la fe sola: “Concluimos, pues, que el ser humano es justificado por la fe sola sin las obras de la ley.” Entre las Iglesias Protestantes, es común afirmar lo que se conocen como las “solas” de la Reforma: sola Scriptura (la Escritura sola), sola gratia (la gracia sola), sola fide (por la fe sola).[1]
Como ejemplo de estos principios, podemos observar cómo son reflejados en los “Artículos de Religión de la Iglesia Metodista,” los cuales aparecen en la Disciplina de la Iglesia Metodista de México, A.R. En los artículos VIII, IX, y X, se afirma que los creyentes son justificados “solamente por la fe,” y que solamente por la gracia de Dios y esa fe pueden hacer obras que “son aceptadas y agradables a Dios por medio de Cristo.” Esas obras “surgen de una fe viva y verdadera, de tal manera que por ellas una fe viva se puede conocer tan evidentemente como se conoce al árbol por su fruto.”[2] Aquí vienen expresados muy claramente los principios de sola gratia y sola fide, pues se atribuye la justificación no a nuestras obras o méritos, sino únicamente a la gracia de Dios que recibimos por medio de la fe.
Hoy día, cuando la gente de nuestras iglesias lee o escucha de la “justificación por la gracia mediante la fe,” la frase les puede parecer bastante anticuada, abstracta, y a veces hasta irrelevante para la realidad cotidiana que viven. De hecho, si les pidiéramos a los miembros de nuestras iglesias que explicaran lo que esa frase significa, muchos no lo podrían hacer muy bien. Y si les preguntáramos a personas que no forman parte de una Iglesia Protestante lo que esa frase significa, la gran mayoría no tendría ni idea; hasta les sonarían como palabras de una lengua extranjera
Sin embargo, cuando entendemos el contexto del cual surgió esta formulación de Martín Lutero, vemos que en aquel contexto no tenía nada de abstracto, y que al contrario tenía mucho que ver con la vida cotidiana de la gente. Aunque es difícil en un artículo relativamente corto como el presente describir aquel contexto, en resumidas cuentas, podemos señalar que para muchas personas, la Iglesia de Roma se había convertido en una fuerza muy opresiva. Uno de los antiguos lemas de la Iglesia Católica era extra ecclesiam nulla salus: fuera de la Iglesia no hay salvación. Eso significaba que ninguno podía esperar alcanzar la salvación después de la muerte si no vivía como miembro de la Iglesia Romana, sometiéndose a las autoridades que Dios había puesto en la Iglesia. Como todos sabemos, la autoridad máxima era el obispo de Roma o “papa,” a quien se tenía por “vicario de Cristo.” Pero también tenían autoridad divina todos los miembros del clero, particularmente los obispos y los sacerdotes. La distinción entre clero y laicos era muy marcada. Inclusive, se enseñaba que el clero tenía poderes especiales que los laicos no tenían. A diferencia de los laicos, los sacerdotes podían administrar los sacramentos, los cuales eran medios por los cuales se comunicaba la gracia a los fieles. Muchas veces, se entendía esta gracia como un poder o fuerza misteriosa que se les impartía a los fieles por medio de los sacramentos. Según la doctrina de la transubstanciación, por ejemplo, los sacerdotes tenían el poder de convertir pan y vino en la substancia del cuerpo y la sangre de Jesucristo para que, al comulgar, los fieles recibieran esta substancia y con ella la gracia divina.
La Iglesia impartía esta gracia de otras formas también. Se enseñaba que se obtenía la gracia y el favor de Dios confesándose con el sacerdote y haciendo la penitencia debida, asistiendo a misa y a veces pagando por misas, consagrándose a la vida monástica, venerando reliquias, comprando indulgencias, participando en peregrinaciones, vigilias, ayunos, y procesiones, y cumpliendo con las observaciones mandadas para estaciones como la Cuaresma y para otras fiestas sagradas. Estas eran sólo algunas de las maneras que la gente obtenía la gracia divina.
Relacionadas con todas estas creencias y prácticas había dos doctrinas muy importantes. Acabamos de aludir a la primera: se afirmaba que el clero—aquí nos referimos a los obispos y presbíteros o sacerdotes—tenía “potestades sacramentales,” esto es, poderes que podríamos llamar “sobrenaturales.” Este “poder sagrado” que les era impartido en el rito de ordenación permitía que los presbíteros y sacerdotes comunicaran la gracia divina a la gente a través de los sacramentos como representantes de Jesucristo. Además, se decía que una vez ordenados, bajo circunstancias normales, los miembros del clero no podían perder este poder, ya que el sacramento de ordenación les confería un carácter espiritual indeleble o imborrable.[3] Esta doctrina convertía a los clérigos en algo así como seres “sobrehumanos,” pues en su esencia ya no eran como las personas “ordinarias” o los “laicos.”
Como ejemplo de esto, podemos citar el caso de don Miguel Hidalgo y Castilla, el sacerdote católico romano que dio inicio a la Guerra de Independencia de México con el “Grito de Dolores” de 1810. A principios de 1811, Hidalgo fue capturado por las fuerzas españolas junto con otros de los principales líderes del movimiento de independencia, Ignacio Allende, Mariano Abasolo, Juan Aldama, y Mariano Jiménez. Sin embargo, a diferencia de ellos, según las leyes de México y de la Iglesia Católica, a Hidalgo no lo podía juzgar un tribunal civil o militar, ya que era miembro del clero; ni mucho menos se le podía dictar la sentencia de muerte.[4] Según el Derecho Canónico, solamente la Santa Iglesia tenía la autoridad para juzgar a los miembros del clero. Obviamente, la lógica detrás de esta disposición era que ningún ser humano “ordinario” tenía el derecho de juzgar a un miembro del clero. Desde una perspectiva católico romana, dejar a los laicos juzgar a un miembro del clero sería como dejar que emitieran juicios sobre Jesucristo, ya que el clero representaba a Jesucristo en la tierra.
Antes de ser capturado, Hidalgo ya había sido excomulgado por herejía y apostasía por el Tribunal de la Santa Inquisición.[5] De hecho, se le había acusado de adoptar la doctrina de Martín Lutero.[6] Pero para que un tribunal militar pudiera juzgar a Hidalgo y sentenciarlo a muerte, era necesario que primero representantes de la Iglesia le hicieran el rito de “degradación.” Por medio de este rito, convertían a un miembro del clero en laico nuevamente. Para esto, era necesario rasparle las manos y las yemas de los dedos para quitarles la piel, ya que en la ceremonia de ordenación, a los sacerdotes y presbíteros se les ungía las manos con los santos crismas.[7] Al rasparle la piel de las manos y las yemas de los dedos, no sólo se “deshacía” la unción que Hidalgo había recibido al ser ordenado, sino también se simbolizaba el hecho de que ya no podía tomar la hostia del sacramento de la comunión para consagrarla. Al mismo tiempo, el representante de la Iglesia le dijo a Hidalgo: “Te arrancamos la potestad de sacrificar, consagrar y bendecir, que recibiste con la unción de las manos y los dedos.”[8] En otras palabras, así como en su ordenación habían transformado a Hidalgo en un hombre con poderes sagrados y sobrenaturales, ahora en la ceremonia de degradación le quitaron esos poderes para hacerlo un “hombre ordinario” nuevamente. Sólo entonces pudo el tribunal militar juzgar a Hidalgo y sentenciarlo a muerte.
El hecho de que los laicos solamente podían recibir la gracia necesaria para ser salvos a través de ritos que nadie más que el clero podía realizar le daba al clero un poder enorme sobre el pueblo común. Sobre todo, le permitía al clero y a la Iglesia cobrar dinero por realizar esos ritos. Para muchas personas, parecía que el clero y la Iglesia “vendían” la gracia y la salvación a la gente.
La segunda doctrina que le daba a la Iglesia mucho poder sobre el pueblo era la doctrina del purgatorio. Se enseñaba que cuando un miembro de la Iglesia moría, antes de entrar al cielo, tenía que ser “purgado” o “purificado” en el purgatorio debido al daño hecho por los pecados que había cometido durante su vida.[9] Hoy día todavía se enseña en la Iglesia Católica: “Cuentan de santos que han tenido la visión del Purgatorio que hubiesen preferido sufrir lo más terrible de esta vida por mil años, que estar un solo día en el Purgatorio. Allí se va para una purificación en profundidad, una limpieza que cuesta grandes pesares y malestares, pero necesaria para nuestra buena salud…. El purgatorio, por tanto, existe y es más que un lugar, es un estado de purificación, con un fuego que nos arrancará nuestros errores de raíz y los disolverá en su fuego, con el dolor de los que se sanan de una herida.”[10] Esta visión del purgatorio inspiraba un miedo enorme entre la gente de la época de Lutero. Se creía que las almas en el purgatorio podían durar hasta cientos de miles de años. Pero al mismo tiempo, se decía que uno podía acortar el tiempo en el purgatorio participando en actividades y ritos religiosos como los que hemos mencionado arriba
En tiempos de Lutero, estas doctrinas llevaban a muchísimos abusos. Los fieles pagaban dinero por venerar o adquirir reliquias, recibir ciertos sacramentos, y obtener la bendición de un sacerdote para sí mismos, para sus hogares, o para otras propiedades. Se pagaban misas no sólo para uno mismo, sino también para los seres queridos que habían fallecido, pues con cada misa que se pagaba, se acortaba el tiempo que el alma del difunto tenía que sufrir en el purgatorio. Cuando moría un padre de familia, por ejemplo, la esposa y los hijos muchas veces gastaban casi todo el dinero que les había dejado su esposo y padre en misas. En lugar de dejar su herencia a la familia, muchos dejaban su dinero, sus bienes, sus tierras, y otras propiedades a la iglesia para que la Iglesia realizara misas por sus almas durante muchos años después de su fallecimiento. De hecho, había muchos sacerdotes cuya única función era rezar misas privadas—esto es, sin la presencia de otras personas—una tras otra todos los días.[11] Obviamente, la mayoría de estos sacerdotes decían las misas lo más rápido posible para acabar más pronto o rezar la mayor cantidad posible de misas en un día.
La Iglesia también ganaba dinero y bienes de muchas otras formas. Por ejemplo, durante la época de Cuaresma, que dura cuarenta días, era prohibido comer mantequilla. Sin embargo, si uno quería y tenía los recursos necesarios, podía comprar un permiso (llamado “breve”) para exentarse de esa prohibición y comer mantequilla durante la Cuaresma. Si alguien quería anular su matrimonio, podía pagar una cantidad de dinero a la iglesia para obtener ese “favor.” Si nacía un hijo ilegítimo, quien no gozaba de los privelegios y derechos de un hijo legítimo, uno podía pagarle a la iglesia para que fuera declarado oficialmente legítimo. La Iglesia no sólo recibía dinero sino también la misma vida, alma y cuerpo de los fieles que adoptaban la vida monástica. Muchos hombres y mujeres ingresaban a alguna orden religiosa pensando que así podrían ganar los méritos suficientes para que su tiempo en el purgatorio después de su muerte fuera más corto. Y cuando uno se convertía en monje o monja, ya no le era permitido dejar la vida monástica durante el resto de su vida. Como los monjes y monjas forzosamente tenían que obedecer en todo a sus superiores, la Iglesia de esta manera obtenía muchos recursos humanos que estaban a su disposición, casi como si fueran esclavos.
Como fraile agustino, Lutero observaba todas las formas en que la Iglesia controlaba la vida de la gente y se enriquecía grandemente a través de sus doctrinas y abusos. Con el tiempo, gracias en gran parte a su estudio de las Escrituras, Lutero se fue dando cuenta de que, en lugar de servir a la gente, la Iglesia estaba oprimiéndola. La gota que derramó el vaso ocurrió en 1517. El príncipe Alberto de Brandemburgo, cuyo territorio quedaba cerca de la Sajonia Electoral donde vivía Lutero, había adquirido dos sedes episcopales en las ciudades de Magdeburgo y Halbertstadt. En ese tiempo, cada obispo obtenía amplios ingresos al ejercer su cargo, por lo cual había que pagarle sumas considerables de dinero al papa en Roma para ser nombrado obispo. Alberto había tenido que pagar sumas más allá de lo normal para tener esas dos sedes, por dos razones: primero, no tenía todavía la edad necesaria para ocupar el puesto de obispo, pues sólo tenía 23 años cuando llegó a ser Arzobispo de Magdeburgo; y segundo, sólo le era permitido a un obispo tener una sede, y Alberto ya tenía dos. Sin embargo, quedó vacante la sede de Maguncia, y Alberto quería ocupar también esa sede como arzobispo, lo cual lo convertiría en primado de Alemania.[12]
Para concederle este deseo, el Papa León X le exigió a Alberto la suma de 10,000 ducados (aproximadamente $26,250,000 MN ó US$1,400,000 hoy día).[13] Como Alberto no tenía esa suma, se hizo un arreglo entre él, el papa, y la banca alemana de los Fugger, que era de las más importantes de aquel tiempo. Los Fugger le prestarían los 10,000 ducados a Alberto para que adquiriera del papa la sede episcopal de Maguncia, y a cambio el papa le autorizaría a Alberto a vender durante ocho años indulgencias plenarias en sus territorios. Alberto le entregaría al papa la mitad de las ganancias (aparte de los 10,000 ducados que ya le había entregado), y la otra mitad serviría para reembolsar a los Fugger. El dinero que recibía el papa León iba a ser destinado para la construcción de la Basílica de San Pedro en Roma.
Lo que autorizaba al papa a emitir estas indulgencias era la doctrina de que el papa tenía el poder de acortar el tiempo de las almas en el purgatorio o inclusive librarlas del purgatorio. La adquisición de una indulgencia plenaria le otorgaba al comprador “una plenaria y perfecta remisión de todos los pecados,” y por lo tanto, el alivio de “todas las penas del purgatorio.” Uno también podía comprar estas indulgencias para sus seres queridos fallecidos que supuestamente sufrían las penas del purgatorio. El vendedor de las indulgencias, el fraile dominico Juan Tetzel, le anunciaba a la gente, “¡En cuanto suena la moneda en el cofre, el alma salta del purgatorio!” También les decía, “Escuchen ustedes las voces de sus seres amados parientes y amigos muertos, que les imploran y dicen, ‘¡Tengan piedad de nosotros! ¡Estamos en un terrible momento del cual pueden liberarnos con una dádiva diminuta!’ ¿No desean hacerlo? Abran los oídos. Escuchen al padre diciéndole a su hijo, a la madre diciéndole a su hija, ‘Te hemos dado el ser, alimentado, educado; te hemos dejado nuestra fortuna, y tú eres tan cruel y duro de corazón que no estás dispuesto a hacer tan poco para librarnos. ¿Vas a dejarnos aquí entre las llamas?’’” Tetzel inclusive iba al extremo de afirmar que una indulgencia podía “absolver a un hombre que hubiera violado a la Madre de Dios.”
Frente a esto, Lutero no podía quedarse callado. Para él, esto era vender la salvación de la forma más descarada posible. Aunque todavía no sabía del arreglo entre Alberto, el papa, y el banco de los Fugger, escribió sus 95 tesis y envió una copia a Alberto. Lutero escribió sus tesis en latín, pues no las había escrito para el pueblo sino para otros académicos y los dirigentes de la Iglesia. Sin embargo, algunas personas cuya identidad se desconoce obtuvieron una copia de las tesis, las tradujeron al alemán, imprimieron muchos ejemplares, y las hicieron circular entre la gente, donde tuvieron un impacto enorme. Alberto le envió una copia al papa, pensando que posiblemente las tesis contenían algunas ideas heréticas. En sus tesis, Lutero negaba que el papa tuviera la autoridad para liberar almas del purgatorio, y también hizo la pregunta: “¿Por qué el Papa no vacía el purgatorio a causa de la santísima caridad y la muy apremiante necesidad de las almas, lo cual sería la más justa de todas las razones si él redime un número infinito de almas a causa del muy miserable dinero para la construcción de la basílica, lo cual es un motivo completamente insignificante?” (Tesis 82). También afirmó: “El verdadero tesoro de la Iglesia es el santo Evangelio de la gloria y la gracia de Dios” (Tesis 62).
Aunque esta última tesis fue de las más breves y menos controvertidas de las 95 tesis, por lo cual muchos sin duda no le dieron mucha importancia, en realidad representaba el núcleo del pensamiento de Lutero. Él había recibido su doctorado en 1512, y desde entonces había servido como profesor de las Sagradas Escrituras en la Universidad de Wittemberg. Debido a esto, había tenido que estudiar muy a fondo las Escrituras en sus lenguas originales, el hebreo y el griego. En particular, había trabajado mucho con los Salmos y las Epístolas de San Pablo a los Romanos y a los Gálatas, ya que tuvo que dictar clases sobre estos libros bíblicos. Cabe notar que Romanos y Gálatas son las dos epístolas en las que Pablo enfatiza más la idea de que somos “justificados por fe, y no por obras” (Rom. 3:21–4:8; 5:1; 9:30–10:4; Gál. 2:16-21; 3:10-14; cf. Efe. 2:4-10; Fil. 3:8-9; Tito 3:6-7). En base a estos textos, Lutero llegó a entender el evangelio en términos de la justificación por gracia mediante la fe.
Hoy día, podríamos parafrasear la idea que Dios nos justifica por la gracia sola mediante la fe sola diciendo que Dios nos acepta como justos delante de él y nos perdona por pura bondad y misericordia cuando simplemente confiamos en él y en su Hijo Jesucristo. En otras palabras, lo que Lutero enfatizó es que tenemos un Dios de amor incondicional, un Dios que nos recibe tal como somos de pecadores y nunca deja de amarnos como sus hijas e hijos. Y lo único que quiere este Dios es que pongamos nuestra confianza en él para así recibir lo que nos quiere regalar a través de su Hijo Jesucristo. Es importante recalcar que Lutero no veía la fe simplemente en términos de aceptar ciertas doctrinas o dogmas como verdad. Más bien, para él la fe en Dios significaba depositar toda nuestra confianza únicamente en Dios, y no en nosotros mismos ni ninguna otra persona o cosa.
Al estudiar de cerca los escritos de Lutero, descubrimos que lo que llevó a Lutero a escribir las 95 tesis y así desencadenó la Reforma de la Iglesia occidental fue simplemente lo siguiente: Lutero llegó a concebir a Dios de una manera muy diferente que la Iglesia Católica de su tiempo y la gran mayoría de la gente. Para entender esto, sólo hace falta recordar lo que hemos visto sobre lo que se estaba enseñando y practicando en la Iglesia Católica. ¿Qué tipo de Dios se contentaría con misas privadas que se ofrecían por las almas de los muertos, cuando se rezaban de la manera más rápida posible para acabar pronto? ¿Qué tipo de Dios vería con agrado a las personas que entraban a la vida monástica o cumplían con otros ritos religiosos motivadas sólo por miedo al purgatorio? ¿Acaso le parecería bien a Dios que se “vendiera” su perdón a través de las indulgencias? ¿Estaría Dios de acuerdo que se vendieran las sedes episcopales al mejor postor, o que se anularan matrimonios a cambio de dinero? En fin, lo que veía Lutero era que se había hecho de la Iglesia un negocio, pues ponía a la venta la salvación. Y las dos doctrinas que servían como base para esto eran las que hemos señalado arriba: que el clero poseía un poder divino y especial para comunicar (o negar) la gracia a los fieles y que las almas de los fieles difuntos padecían sufrimientos indecibles en el purgatorio.
Esto explica por qué era tan importante para Lutero y los otros reformadores hacer ciertos cambios dentro de la Iglesia que hoy nos podrían parecer relativamente insignificantes. Por ejemplo, el hecho de que a los laicos se les ofrecía sólo una hostia cuando comulgaban, negándoles el vino del cáliz, reforzaba la distinción entre los laicos y los sacerdotes, quienes sí tomaban el vino. Por eso, los reformadores empezaron a dar la Santa Comunión en ambas especies. Asimismo, los reformadores rechazaban la doctrina de la transubstanciación porque negaban que los sacerdotes tuvieran un poder sobrenatural que les permitía convertir el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Tampoco aceptaban la idea de que la misa fuera un sacrificio a Dios. Por eso, dejaron de cobrar dinero por celebrar misas o cultos y cambiaron las liturgias que usaban para que ya no reflejaran esa idea. La gran mayoría de los reformadores también se proclamaron en contra de la vida monástica, ya que la veían casi como una forma de esclavitud y un esfuerzo por ganar méritos ante Dios. Asimismo, negaron la existencia del purgatorio, de manera que ya no tenía sentido pagar misas por los muertos o comprar indulgencias en su favor.
Para Lutero, la idea de que el clero representara a Jesucristo de una manera que los distinguía de los laicos era totalmente inaceptable debido al hecho de que, en efecto, ponía al clero al mismo nivel que Jesucristo. Si el clero hablaba por Jesucristo y repartía su gracia y su perdón, entonces en la práctica no había diferencia entre escuchar la voz del clero y escuchar la voz de Jesucristo mismo. Por eso, los reformadores rechazaron la confesión privada como se practicaba en la Iglesia Católica, pues la enseñanza que había que confesar los pecados a un sacerdote y cumplir con la penitencia que él dictaba para poder recibir el perdón ponía al sacerdote en el lugar de Jesucristo y Dios, ya que era el sacerdote el que fijaba las condiciones para que la gente recibiera o no de Dios el perdón de sus pecados. Sobre todo, la idea de que el papa era el vicario de Cristo ponía al papa en el mismo nivel que Cristo mismo, pues si Cristo ya no vivía sobre la tierra y había dejado al papa en su lugar como su representante, ¿qué diferencia había entre la palabra del papa y la palabra de Cristo? Esta doctrina hacía infalible al papa, pues así como Cristo no puede errar, tampoco podía errar el papa cuando hablaba en el lugar de Cristo como su vicario. De esta forma, someterse a Jesucristo significaba someterse al papa y obedecerle en todo.
Sin embargo, también había otras doctrinas católicas que Lutero y los demás reformadores consideraban opresivas. Según la enseñanza católica, los fieles tenían que hacer satisfacción por sus pecados a través de actos de penitencia. Desde la perspectiva de los reformadores, esto equivalía salvación por obras, pues si uno no cumplía con esos actos, no recibía el perdón. También se decía que los creyentes podían adquirir méritos ante Dios por otras buenas obras que hicieran. En cambio, los reformadores enseñaron que en su muerte, Cristo había hecho satisfacción por todos los pecados cometidos y que sus méritos eran suficientes para todos los seres humanos. De esta manera, ya no era necesario que los creyentes hicieran satisfacción por sus pecados cumpliendo con lo que mandaba la Iglesia, pues en virtud de lo que había hecho Cristo, todos los creyentes recibían el perdón de todos sus pecados: pasados, presentes, y futuros. De esta manera, los creyentes podían tener plena seguridad de su salvación, pues lo único que tenían que hacer era recibir con fe esa salvación y perdón. En base a esa fe, Dios los “justificaba” o declaraba justos.
Aunque la postura de Lutero y los otros reformadores sobre la salvación generaba seguridad y paz en los creyentes, quienes ya no tenían que temer el purgatorio ni dedicarse continuamente a hacer obras mandadas por la Iglesia para obtener méritos ante Dios, esa postura generaba un problema: si ya tenemos la salvación asegurada gracias a Cristo, ¿por qué no podemos pecar libremente, sin preocuparnos por la ira de Dios? Si creemos que todos nuestros pecados, incluyendo los del presente y del futuro, ya son perdonados, parecería que no es necesario hacer lo que Dios manda y evitar lo que prohibe. ¿No había que amenazar nuevamente con castigos divinos a los creyentes para que evitaran el pecado, diciéndoles que si no vivían como Dios desea y exige, caerían nuevamente bajo su ira?
Según el concepto de Dios que era común en ese tiempo y sigue siendo común hoy día, no parece haber una respuesta satisfactoria para estas preguntas. Si decimos que los creyentes tienen que vivir de acuerdo a la voluntad de Dios y que Dios los castigará con la condenación eterna si no lo hacen, entonces nuestra salvación depende de nuestras obras. En otras palabras, aunque Dios nos auxilie con su gracia y su Espíritu Santo, en última instancia tenemos que ganar y merecer nuestra salvación y obtener el favor de Dios por nuestros propios esfuerzos. Pero si en cambio decimos que ya contamos con el favor y el perdón de Dios de manera definitiva y que gracias a Cristo hasta los pecados que cometamos en el futuro ya han sido perdonados, parecería que tenemos licencia para pecar libremente, sin preocuparnos por nuestra salvación, la cual ya es un hecho irreversible mientras sigamos teniendo fe.
Pero si consideramos lo que Lutero enseñaba sobre Dios y sobre la justificación, la gracia, y la fe, descubrimos que este problema desaparece. La clave consiste en entender la gracia de Dios en términos de su amor incondicional. Esto significa que, hagamos lo que hagamos, Dios nos sigue amando y nunca dejará de amarnos, porque su amor por nosotros no tiene condiciones. Ese amor es para todos los seres humanos por igual. En su Catecismo Menor y su Catecismo Mayor, por ejemplo, al explicar el Primer Artículo del Credo Apostólico, Lutero enfatiza la gracia, bondad, y misericordia de Dios como nuestro Padre, y afirma que “debemos ver y sentir su paternal corazón y su amor superabundante frente a nosotros. Esto calentaría y encendería nuestro corazón con el deseo de ser agradecidos y de usar todos estos bienes para honor y alabanza de Dios…. Porque ahí vemos cómo se nos ha entregado el Padre juntamente con todas las cosas creadas y cómo nos provee en suma abundancia en esta vida, amén también de colmarnos de bienes inefables y eternos por medio de su Hijo y del Espíritu Santo.”[14] Y encontramos afirmaciones parecidas repetidamente a través de todos los escritos de Lutero, pues este énfasis en la gracia de Dios permea todo su pensamiento y constituye su centro.
Para Lutero, lo que más le agrada a este Dios de amor incondicional es que tengamos fe, esto es, que confiemos plenamente en él y depositemos nuestra vida en sus manos. Dios nos prohibe tener otros dioses, como el dinero o el poder, no por causa de él, sino por causa nuestra, pues no hay nadie ni nada más en el mundo que pueda dar el bienestar y la felicidad que él nos da en sobreabundancia.[15] Lutero recurre con frecuencia a la imagen paternal de Dios para explicar que la fe consiste en la confianza plena en Dios y que tal fe nos lleva de manera natural y espontánea a querer hacer su voluntad con alegría y placer. Por la misma razón, esa fe genera en nosotros el odio hacia el pecado. El verdadero creyente busca evitar el pecado, no porque le tenga miedo a Dios, sino porque su confianza en Dios le permite entender que todo lo que Dios manda y prohibe es por nuestro bien.[16] Su amor incondicional mueve a Dios a indicarnos cómo debemos vivir para tener todo el bien que quiere para nosotros. Al darnos cuenta de esto, amamos a Dios y confiamos plenamente en él, buscando siempre hacer su voluntad. Al mismo tiempo, como Dios ama a cada persona con el mismo amor infinito e incondicional con el que nos ama a nosotros, su voluntad es que amemos a los demás y a nosotros mismos de la misma manera. Amamos así, no porque tengamos que hacerlo, sino porque queremos hacerlo.[17] Y por la misma razón, buscamos evitar lastimar a los demás y a nosotros mismos, no por temor al castigo y la ira de Dios, sino porque no queremos pecar, pues sabemos que el actuar contra la voluntad de Dios no nos conviene y no nos puede hacer felices. No hacer lo que Dios nos indica y enseña más bien destruye nuestra felicidad y la de los demás.
Por supuesto, Lutero también habla mucho de la ira de Dios en sus escritos. Pero es importante que veamos esa ira como fruto de su amor, pues debido a ese amor le enoja que los seres humanos, y en particular los creyentes, hagamos cosas que nos lastimen a nosotros mismos y unos a otros. Podríamos hablar así de la ira paternal de Dios. Al mismo tiempo, Dios sabe muy bien que por el poder del pecado que aún mora en nosotros (Rom. 7:7-25), todos seguimos pecando diariamente. Lutero dice que en la “carne” de cada creyente “late una voluntad rebelde, una voluntad inclinada a servir al mundo y a buscar lo que más la deleita. Pero la fe no puede sufrirlo y se le arroja al cuello amorosa, para apaciguarlo y subyugarlo.”[18] Cuando caemos en pecado, el nuevo corazón que hemos recibido por la fe por pura gracia divina nos mueve a sentir dolor. Nos sentimos verdaderamente arrepentidos y nos acercamos a Dios por medio del único mediador, Jesucristo, para pedirle perdón. Según Lutero, cuando por la fe seguimos a Jesucristo como nuestro Señor amado y nuestro buen pastor que no busca más que nuestro bien, Dios no toma en cuenta nuestros pecados, pues sabe que mientras sigamos a Cristo, estamos en el proceso de ser transformados en nuevas personas. Debido a eso, Dios nos tiene paciencia y nos justifica. En otras palabras, gracias a la relación que tenemos con Jesucristo mediante la fe, Dios nos acepta como justos, aunque en realidad todavía no lo somos ni lo seremos nunca en esta vida, pues sólo llegaremos a ser plenamente justos en la vida venidera.[19]
Podemos entender esto mejor viendo un par de ejemplos. Si un niño sabe que su mamá lo ama de manera incondicional y que lo único que ella quiere es que él viva de una manera sana que lo haga feliz a él y a los demás, el niño hará con gusto y alegría todo lo que su mamá le indica. Si ella, pensando en el bien de su hijo, le dice, “No hagas esto,” el niño no lo hará; y si le dice, “Haz esto otro,” el niño le obedecerá porque confía plenamente en ella. Eso es la fe. El amor incondicional de la mamá también la mueve a buscar que su hijo aprenda a vivir siempre en el mismo amor, y hará todo lo necesario para que esto suceda. Por lo general, el amor incondicional de la mamá tomará la forma de afecto y cariño hacia su hijo. Ella estará siempre compartiendo todo lo que tiene con su hijo, y se entregará ella misma a él. Pero cuando el niño hace cosas que no son buenas, lastimando a los demás y lastimándose a sí mismo, el amor incondicional de la mamá tomará otras formas. Ella buscará corregirlo, haciéndole entender por qué no debe hacer esas cosas. Si aun así el niño sigue haciendo las mismas cosas, la mamá lo disciplinará de alguna forma y a veces le manifestará a su hijo su enojo frente a sus acciones. Sin embargo, al hacer esto, la mamá le explicará a su hijo que lo que la mueve a reaccionar así es su amor incondicional por su hijo. Por su parte, al experimentar el amor de su mamá aun bajo esas circunstancias, el niño lamentará haber hecho lo que hizo, y con dolor en el corazón, reconocerá su error ante su madre y le pedirá perdón. Al ver la sinceridad de su hijo, la madre le perdonará porque sabe que el niño tratará de ir enderezando sus caminos por amor a sí mismo, a su mamá, y a los demás. Y ella le seguirá ayudando para que eso ocurra.
En contraste, podemos tomar el ejemplo de una madre cuyo amor por su hijo no es incondicional, pues actúa muchas veces de maneras egoístas en lugar de buscar lo mejor para su hijo. Cuando el hijo le da lo que quiere, le muestra afecto, pero cuando no le da lo que quiere, se enoja con él y lo castiga de alguna forma. De esta manera, continuamente manipula al hijo. Por su parte, el hijo siempre actúa con miedo en relación a su madre, pues sabe que su enojo puede estallar en cualquier momento. Por eso, generalmente trata de mantenerse alejado de su presencia. Cuando él quiera o necesite algo de ella, hará algo para tratar de complacerla, no porque la ame, sino porque sabe que sólo así podrá lograr de ella lo que quiere. Si le obedece, es por temor—lo que Lutero llamaba una obediencia “servil.”[20] Si el hijo tiene buena relación con su padre, tratará de usarlo como mediador cuando su madre está enojada con él. Acudirá a su padre para pedirle que intervenga a su favor, pensando que posiblemente su padre podrá aplacar la ira de su madre y ganar nuevamente para él su favor.
Desde la perspectiva de Lutero, el Dios la Iglesia Católica de su tiempo y de la gran mayoría de la gente era como la madre que acabamos de describir. Aunque a veces ese Dios era bueno y amoroso, siempre estaba a punto de estallar en ira si alguien no hacía lo que él exigía. La gente tenía mucho miedo de este Dios. Trataba de ganar su favor con sus obras—con ese propósito mucha gente asistía a misa y pagaba por misas, se confesaba, hacía penitencias, rezaba, veneraba reliquias, participaba en peregrinaciones, procesiones, vigilias, y ayunos, cumplía con otras cosas mandadas por la iglesia, compraba indulgencias, y a veces adoptaba la vida monástica. La gente creía que con estas cosas podía mantener aplacado a Dios o manipularlo para que él les diera lo que querían, y también acortar su tiempo en el purgatorio. Como el papa y el clero representaban a Dios y a Cristo, la gente se sometía obedientemente a la Iglesia—esto es, a la jerarquía de la Iglesia. Los fieles no se atrevían a dirigirse directamente a Dios o a Jesucristo en oración, porque veían a Dios Padre y Dios Hijo como jueces que siempre estaban airados debido a los pecados de los fieles. Por eso, los fieles más bien dependían del clero para que interviniera a su favor ante Dios y obtuviera para ellos la “gracia” de Dios—gracia que en realidad no es gracia si hay que pagarla o adquirirla a cambio de algo, pues entonces no es gratis. También intercedían a la Virgen o a los santos, creyendo que a ellos sí les harían caso Dios y su Hijo Jesucristo, pues no eran pecadores como los que querían pedir algo para sí mismos.
En fin, cuando Lutero habla de la justificación por gracia mediante la fe, tiene en mente un Dios de amor incondicional que trata a todos sus hijos e hijas como la mamá que vimos en el primer ejemplo. Todos los creyentes por igual, sean ministros o no, tienen el mismo acceso a este Dios de amor y su gracia mediante Jesucristo, de manera que se acercan a él continuamente con confianza y sin temor, sin buscar la mediación del clero o los santos. No se puede ganar el favor de este Dios a través de las buenas obras porque, gracias a Jesucristo, uno ya cuenta siempre con ese favor. Este Dios no vende la salvación ni la otorga a cambio de algo. Más bien, en su gracia regala la salvación. Lo único que hay que hacer es recibirla, y esto es lo que hace la fe. Esa misma fe, al conocer cada vez mejor al Dios de amor incondicional, va transformando profundamente al creyente, dándole un nuevo corazón que le lleva a buscar evitar el pecado y servir a Dios y los demás con alegría y amor. Para Lutero, lo que mueve a los creyentes a obedecer a Dios no es el temor a su ira o su castigo, sino la certeza de que lo único que quiere este Dios de amor incondicional es su bien. Por eso, los creyentes depositan confiadamente su vida en manos de este Dios y su Hijo, sabiendo que ya nunca tendrán que preocuparse por su bienestar y salvación, ni en este mundo ni en el mundo venidero. Así debemos explicar la doctrina de la justificación por la gracia mediante la fe hoy día.
David Brondos
Publicado en: 500 Años de la Reforma Protestante (México, D.F.: Casa Unida de Publicaciones; Gabinete General, Iglesia Metodista de México, AR; 2017), 123-142.
Publicado en http:94t.mx el 16 de julio de 2018
NOTAS
[1] En realidad, estas “solas” no fueron articuladas juntas como principios de la Reforma Protestante hasta 1916, cuando el teólogo luterano Teodoro Engelder escribió un artículo titulado: “The Three Principles of the Reformation: Sola Scriptura, Sola Gratia, Sola Fides,” Four Hundred Years: Commemorative Essays on the Reformation of Dr. Martin Luther and Its Blessed Results, ed. W. H. T. Dau (St. Louis, Missouri: Concordia Publishing House, 1916), 98-109. Disponible en:
Más tarde en el siglo 20, se agregaron otros dos principios, Solus Christus (Cristo solo) y Soli Deo Gloria (A Dios solo la gloria), para hablar de cuatro o cinco “solos.”
[2] Disciplina de la Iglesia Metodista de México, A.R. 2014-2018 (México, D.F.: Casa Unida de Publicaciones, 2015), 65. Disponible en:
www.iglesia-metodista.org.mx/assets/disciplina-immar-2014-2018.pdf
[3] Sobre estos puntos, ver el Catecismo de la Iglesia Católica 1581-83, disponible en:
http://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p2s2c3a6_sp.html
[4]http://es.catholic.net/op/articulos/54309/cat/884/la-degradacion-de-miguel-hidalgo.html
[5] Francisco Ibarra Palafox, “Libertad y tradición: El juicio inquisitorial y la causa militar contra Miguel Hidalgo,” en Juicios y causas procesales en la independencia mexicana (México, D.F.: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas; Senado de la República, LXI Legislatura, 2010), 22-23. Disponible en:
[6] José María Luis Mora, Méjico y sus revoluciones, Vol. 4 (París: Librería de Rosa, 1836), 61-62. Disponible en:
[7]http://es.catholic.net/op/articulos/6713/cat/593/rito-liturgico-de-cada-uno-de-los-sacramentos.html
[8] Juan Ramón Garza Guajardo, “Degradación y fusilamiento de don Miguel Hidalgo y Costilla,” Actas: Revista de Historia de la Universidad Autónoma de Nuevo León 5 (2010), 86-89. Disponible en: http://eprints.uanl.mx/10854/
[9] Ver el Catecismo de la Iglesia Católica 1030-1031. Disponible en:
http://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p123a12_sp.html
[10]http://es.catholic.net/op/articulos/7575/cat/894/que-es-el-purgatorio.html
[11] Roland Bainton, Lutero, trad. Raquel Lozada de Ayala Torales (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1955), 50.
[12] Sobre esto y los puntos que siguen, incluyendo lo que proclamaba Juan Tetzel al vender las indulgencias, ver Bainton, Lutero, 76-81.
[13] Este cálculo está basado en el hecho de que un ducado tenía 3.5 gramos de oro, y hoy día un gramo de oro vale unos $750 MN ó US$40.
[14] Lutero, Catecismo Mayor, Explicación del Primero Artículo del Credo (cita tomada del Libro de Concordia: Las Confesiones de la Iglesia Evangélica Luterana, ed. Andrés Meléndez; St. Louis, Missouri: Concordia, 1989, 440; ver también 359, 438-39).
[15] Ver Lutero, Catecismo Mayor, Explicación del Primero Mandamiento. Ver también la Conclusión de la Explicación de los Diez Mandamientos en el Catecismo Mayor de Lutero y su Sermón sobre las buenas obras 9.
[16] Ver Lutero, Comentario a los Gálatas de 1519, comentando Gál. 2:18
[17] Ver Lutero, La libertad cristiana 6, 9-11, 21, 27; Prefacio al Nuevo Testamento; Prefacio a la Epístola a los Romanos; Sermón sobre las buenas obras 6; Lo que se debe buscar en los evangelios.
[18] Lutero, La libertad cristiana 20 (cita tomada de Lutero al habla, ed. Giacomo Cassese y Eliseo Pérez Álvarez; Buenos Aires: La Aurora; México, D.F.: El Faro, 2005, 165).
[19] Ver Lutero, La libertad cristiana 6; Artículos de Esmalcalda, Cómo se es justificado ante Dios y sobre las buenas obras, 1-2; Prefacio a la Epístola a los Romanos; Comentario a los Gálatas de 1519, comentando Gál. 2:18
[20] Ver, por ejemplo, el Comentario a la Carta del Apóstol Pablo a los Romanos, vol. 2 de Comentarios de Martín Lutero, trad. Erich Sexauer (Barcelona: Editorial CLIE, 2013), 149, 241, 243, 245, 279, 280, 385 (comentando Rom. 3:21, 7:1-6, 16, 8:15, y 12:8b).
David Brondos
Publicado en: 500 Años de la Reforma Protestante (México, D.F.: Casa Unida de Publicaciones; Gabinete General, Iglesia Metodista de México, AR; 2017), 123-142.
Publicado en http:94t.mx el 16 de julio de 2018