Artículo publicado en la revista Oikodomein 13/14 (2014)
Desde la época de la Reforma, la distinción entre la ley y el evangelio ha sido fundamental no sólo en la tradición luterana sino la tradición protestante en general. Según esta doctrina, la ley de Dios sirve para mostrarnos que hemos pecado contra Dios al no obedecer sus mandamientos, y por lo tanto estamos bajo su ira y condenación. En cambio, el evangelio nos enseña que, por causa de Cristo, Dios en su gracia nos perdona y nos declara justos, a pesar de nuestro pecado, por medio de la fe. Las Confesiones Luteranas hablan de esta distinción entre la ley y el evangelio en los siguientes términos:
ya que el hombre no ha guardado la ley de Dios, sino que la ha traspasado y la combate por medio de su corrupta naturaleza, sus pensamientos, palabras, y obras, razón por la cual está sujeto a la ira de Dios, la muerte, todas las calamidades temporales y el castigo eterno en el infierno, el evangelio en su sentido estricto es la doctrina que enseña lo que el hombre debe creer a fin de que obtenga de Dios el perdón de los pecados; esto es, debe creer que el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, ha cargado sobre sí la maldición de la ley, ha expiado por completo todos nuestros pecados, y que sólo por medio de él nos reconciliamos con Dios, obtenemos perdón de los pecados mediante la fe, somos librados de la muerte y de todos los castigos del pecado y por fin recibimos la salvación eterna.[1]
Esta manera de entender la distinción entre la ley y el evangelio en la tradición luterana refleja la experiencia del mismo Martín Lutero. Como monje agustino en el monasterio, Lutero se sentía bajo la ira de Dios, a pesar de su intento de vivir una vida santa y sus esfuerzos por expiar sus pecados por medio de la penitencia. Sin embargo, con el tiempo, su estudio de la Biblia lo llevó a la convicción que Dios en su gracia y misericordia lo aceptaba y perdonaba así como era, sólo por los méritos de Cristo.
Esta forma de entender el mensaje de salvación llegó a prevalecer no sólo en la tradición luterana sino en la tradición protestante en general. La Confesión de Westminster, por ejemplo, afirma: “Todo pecado, ya sea original o actual, siendo una transgresión de la justa ley de Dios y contrario a ella, por su propia naturaleza trae culpabilidad sobre el pecador, por lo que éste queda bajo la ira de Dios, y de la maldición de la ley, y por lo tanto sujeto a la muerte, con todas las miserias espirituales, temporales y eternas.”[2] Luego, se expresa el evangelio en estos términos: “La libertad que Cristo ha comprado para los creyentes que están bajo el Evangelio, consiste en su libertad de la culpa del pecado, de la ira condenatoria de Dios y de la maldición de la ley moral. . .”[3]
En fin, en casi todas las tradiciones protestantes y evangélicas, se entiende el mensaje de salvación en estos términos: por nuestra desobediencia a la ley de Dios, todos estábamos bajo la ira y condenación de Dios, pero en su pasión y muerte Cristo sufrió esa ira y condenación en nuestro lugar, de manera que los que tienen fe en él reciben el perdón completo de sus pecados y son salvados de la muerte eterna. Sin embargo, al analizar más a fondo esta manera de entender el mensaje de salvación, encontramos serios problemas bíblicos, teológicos, y prácticos.
Problemas con la forma tradicional de entender ley y evangelio[4]
No cabe duda que la Biblia habla de la ira de Dios en contra de los que practican el pecado, el mal, y la injusticia. Pero tenemos que preguntarnos: ¿Por qué ocasionan estas cosas el juicio y la ira de Dios? En realidad, ni se plantea ni se contesta de manera explícita esta pregunta en las Escrituras, y por lo general, hay que decir lo mismo en cuanto a las obras teológicas clásicas del cristianismo. Sin embargo, desde mi perspectiva, ésta es una pregunta fundamental y clave para toda la teología cristiana. En principio, diría yo, podemos afirmar que hay básicamente dos respuestas posibles.
Una primera respuesta sería que el pecado, la maldad, y la injusticia ocasionan la ira y el juicio de Dios porque Dios nos ama y no quiere que suframos. Según esta forma de ver las cosas, hay que entender el pecado en términos de actitudes y comportamientos que impiden y destruyen nuestro bienestar integral; y como Dios desea nuestro bienestar, por medio de su ley nos manda hacer todo aquello que fomente y preserve nuestro bienestar al mismo tiempo que prohibe todo aquello que destruya o se oponga a ese bienestar. En este caso, debido a su amor por todos nosotros, cuando Dios ve que hacemos cosas que nos lastiman a nosotros mismos o lastiman a otros, a quienes él también ama por igual, Dios insiste que cambiemos nuestro comportamiento y que dejemos de hacer aquellas cosas, para mejor hacer lo que contribuya a nuestro bien. Y cuando nos negamos a hacerlo y más bien persistimos en el mal, por su gran amor Dios no puede simplemente pasar por alto lo que está ocurriendo; su amor por los seres humanos lo lleva a indignarse y actuar en contra de las injusticias y la maldad.
Una segunda respuesta a la pregunta de por qué el pecado y el mal ocasionan la ira de Dios es que, por ser Dios un ser perfectamente santo y justo por naturaleza, no puede tolerar la falta de santidad y justicia. La santidad no puede coexistir con el pecado, ni puede la perfección aceptar lo imperfecto. En este caso, el pecado se define simplemente como “la falta de conformidad con la ley de Dios o la trasgresión de ella.”[5] Aquí lo importante es la naturaleza de Dios: por su misma naturaleza, Dios no puede perdonar libremente el pecado, sino que tiene que castigarlo. A diferencia de las ideas relacionadas con la primera respuesta a nuestra pregunta, estas ideas sí aparecen de manera común en los escritos teológicos protestantes. Uno de los primeros en afirmar esta idea fue San Anselmo de Cantérbury en su obra Por qué Dios se hizo hombre. Según Anselmo, es “irrisorio” atribuirle a Dios la misericordia de perdonar libremente el pecado: “esta misericordia de Dios es demasiado contraria a su justicia, que no permite más que el castigo como retribución por el pecado. Por lo cual, así como es imposible que Dios se contradiga, así también lo es que sea misericordioso de esa forma.”[6]
Para resaltar la diferencia fundamental entre estas dos respuestas, podemos resumirlas de esta manera: según la primera, Dios condena y juzga el pecado, la maldad, y la injusticia por causa nuestra, esto es, porque quiere nuestro bien, mientras de acuerdo a la segunda, Dios condena y castiga el pecado, la maldad, y la injusticia por causa de sí mismo, porque su naturaleza justa y perfecta no le permite hacer otra cosa.
Relacionada con la pregunta de por qué Dios condena y castiga el pecado y la maldad hay otra pregunta: ¿Por qué dio Dios la ley? Nuevamente, es casi imposible hallar discusiones explícitas sobre esta pregunta en la Escritura y en la teología cristiana. Sin embargo, podemos considerar las mismas dos respuestas que ya hemos visto. Según la primera, Dios dio la ley por amor a los seres humanos, por su deseo de que haya paz, justicia, y bienestar entre todos. De acuerdo a la segunda, Dios dio la ley por causa de sí mismo, para hacerles saber a los seres humanos que por su naturaleza santa y perfecta él no puede tolerar ningún tipo de pecado, impureza, o injusticia. En este caso, la ley establece que solamente los que son perfectamente santos y justos pueden estar en su presencia, y que los demás están bajo su ira, condenación, y castigo. Nuevamente, esta última idea es bastante común en la teología protestante tradicional: “La perfecta santidad de Dios no puede tolerar el pecado de los hombres y por esto, ni uno de ellos puede presentarse delante de él, ni disfrutar de los beneficios de su comunión.”[7]
En las obras teológicas protestantes tradicionales, estas discusiones sobre la naturaleza perfecta de Dios y la imposibilidad de que perdone libremente los pecados sirven como fundamento para afirmar la necesidad de la muerte expiatoria de Jesucristo. De acuerdo a esta doctrina, la justicia de Dios exigía que el pecado fuera castigado en todo su rigor; pero, en su misericordia, Dios quería salvar a los pecadores, y por lo tanto envió a su Hijo Jesucristo para sufrir ese castigo en nuestro lugar. Esta era la única forma en que podíamos ser salvos de la ira de Dios y la muerte eterna. En las palabras de Juan Calvino, Cristo se puso en el lugar del hombre “para obedecer al Padre y presentar ante su justo juicio nuestra carne como satisfacción y sufrir en ella la pena y el castigo que habíamos merecido. . . Y fue necesario que así sucediese, que la maldición que nos estaba preparada por nuestros pecados, fuese transferida a él, para que de esta manera quedáramos nosotros libres.”[8]
Aun cuando la Biblia no responde de manera explícita a ninguna de las preguntas que acabo de plantear, en realidad, si la leemos con cuidado podemos discernir allí la primera idea de que Dios condena y castiga la maldad y dio la ley por el bien de los seres humanos. En la ley y a través de toda la Biblia, Dios manda ayudar a los necesitados, practicar la justicia, amar a los demás y buscar su bien, defender los derechos de los más débiles, y evitar todo tipo de opresión e injusticia. De la misma manera, cuando los seres humanos practican la injusticia, oprimiéndose y lastimándose unos a otros y ocasionando sufrimiento, Dios se indigna; insiste que dejen de hacer lo malo y que hagan lo bueno, y amenaza con castigar y destruir a los que persisten en la maldad y la injusticia para salvar a los que sufren por culpa de lo que hacen aquéllos. En esto, vemos una preocupación por el bienestar integral de todos los seres humanos; o sea, vemos el amor de Dios.
Vista desde esta perspectiva, la ley es una bendición de Dios y una expresión de su amor, porque es un instrumento para promover la paz, la justicia, y el bienestar. Esto lo dice claramente el salmista: “Me regocijaré en tus mandamientos, los cuales he amado. . . Tu ley es mi delicia. . . Mucha paz tienen los que aman tu ley. . . Porque todos tus mandamientos son justicia” (Sal. 119:47, 77, 165, 172). Como ha demostrado el biblista norteamericano E. P. Sanders, así se ha entendido la ley de Moisés en la tradición judía desde la antigüedad: es una bendición de Dios y una expresión de su misericordia.[9]
Sin embargo, en el pensamiento protestante tradicional, la ley no es una expresión del amor y la gracia de Dios sino una expresión de su naturaleza perfectamente santa y justa. Y como ningún ser humano caído puede alcanzar esa perfección y santidad, la ley “les infunde a todos el horror y la desesperación,”[10] pues les muestra que están bajo la ira de Dios. Lutero escribió que la ley “obra la ira de Dios, mata, maldice, acusa, juzga, y condena todo lo que no está en Cristo.”[11] En otras palabras, si Dios dio la ley para hacerle saber a la humanidad que solamente la justicia y la santidad perfectas son aceptables ante él, la ley no puede ser una expresión de su amor, gracia, y misericordia. Más bien, es una expresión de su justicia, y su justicia es contraria a su gracia y misericordia.
Esta última idea sirve como base para afirmar la necesidad de la muerte de Cristo como expiación vicaria. Por una parte, la justicia de Dios exige que el pecado sea castigado; no puede ser perdonado libremente. Pero la misericordia de Dios lo movió a satisfacer su justicia él mismo, enviando a su Hijo a morir en nuestro lugar. De esta manera, pudo remitir los pecados sin caer en la injusticia, pues hubiera sido injusto perdonarlos sin castigarlos. Como afirma Calvino, la misericordia y la justicia de Dios tienen que conciliarse, y esto ocurrió en la muerte de Cristo.[12]
Esta forma de ver la justicia y la misericordia como contrarias entre sí contrasta con lo que vemos en la Biblia, donde justicia y misericordia tienden a ser casi sinónimos. En los Salmos, por ejemplo, leemos: “Clemente es Jehová, y justo; sí, misericordioso es nuestro Dios” (Sal. 116:5). “Proclamarán la memoria de tu inmensa bondad, y cantarán tu justicia” (Sal. 145:7). En estos casos y muchos otros, se emplea el paralelismo hebreo, según el cual se repite la misma idea con palabras distintas (ver Sal. 40:10; 98:2-3; 103:6-8, 17; 111:3-4; 112:4; 135:14; 143:11-12; Is. 30:18; Jer. 9:24; Os. 2:19; 12:6; Miq. 6:8). Tanto la justicia como la misericordia de Dios son manifestación de su amor incondicional que tiene como objetivo el bienestar humano. Buscar la justicia es un acto de amor y misericordia porque pretende quitar la injusticia, la opresión, y la maldad para que haya bienestar para todos. Este es el propósito de la ley de Dios, también.
Cuando consideramos la tarea práctica de proclamar la ley y el evangelio a la luz de estas ideas, encontramos no sólo los problemas bíblicos y teológicos que acabamos de señalar sino también problemas de tipo práctico. De acuerdo al esquema tradicional, lo primero que hay que hacer es convencer a los no creyentes que están “perdidos” y bajo condenación divina por su pecado, para luego llevarlos a la fe en Jesucristo y su muerte, de modo que puedan ser perdonados y librados de la condenación eterna.
Esta forma de proclamar la ley y el evangelio es problemática porque divide a la gente en dos grupos: “nosotros,” los “justos” que somos aceptados y perdonados por Dios por nuestra fe, y “ellos,” los “pecadores condenados” que permanecen bajo la ira de Dios por su incredulidad. Los que forman parte de la iglesia se identifican como los “salvos,” y ven a los de afuera como los “perdidos.” Inevitablemente, esto lleva a prejuicios y sentimientos de superioridad por parte de los miembros de la iglesia, pues según ellos, lo que Dios quiere es que todos los “perdidos” lleguen a ser como ellos, los “justos.” En lugar de sentirse aceptados, acogidos, y amados por la gente de la iglesia, los no creyentes se sienten condenados y rechazados por ellos. En esta relación, el “amor” de los creyentes por los no creyentes tiende a ser un amor paternalista que afirma que los creyentes tienen que “salvar” a los que por ignorancia o mala voluntad siguen en la incredulidad: éstos últimos tienen que llegar a ser como los creyentes e incorporarse a su iglesia para alcanzar la salvación. Y mientras los no creyentes no se arrepientan, los creyentes no deben mostrarles aceptación ni acogerlos, porque eso podría dar la impresión que los creyentes aprueban su comportamiento pecaminoso y su falta de fe.
Muchas veces los que no forman parte de la iglesia no sólo perciben estas actitudes de rechazo por parte de los creyentes, sino también observan que los mismos creyentes practican mucha injusticia y opresión, tanto dentro como fuera de sus iglesias, de manera que en realidad no son personas moralmente superiores. Asimismo, observan que muchos creyentes justifican sus acciones opresivas e injustas o tratan de ocultarlas, practicando así la hipocresía. Cuando los creyentes no reconocen su propio pecado, con más razón los no creyentes se mantienen alejados de la iglesia, pues lo que menos desean es volverse como los que forman parte de la iglesia, a quienes consideran hipócritas. Luego, cuando los no creyentes oyen la proclamación de la ley y el evangelio, según la cual sólo ellos son pecadores bajo la condenación de Dios (y no la gente de la iglesia), no tienen ningún interés en unirse a la iglesia, y siguen siendo objeto del amor paternalista y las actitudes de rechazo de los que forman parte de la iglesia.
Otro problema relacionado a esta forma tradicional de entender la ley y el evangelio tiene que ver con el concepto de salvación que maneja. La salvación consiste en recibir el perdón divino para que uno pueda ir al cielo al morir. Sin duda, se maneja que la fe en Jesús nos cambia y nos lleva a experimentar muchas bendiciones en esta vida. Sin embargo, como la salvación consiste más que nada en obtener perdón, la transformación de los creyentes y del mundo llega a ser innecesaria y hasta superflua, pues nuestra salvación no depende de ninguna manera de ella. Si se afirmara que esa transformación es necesaria, entonces habría que decir que la muerte de Cristo no nos salvó de la ira divina ni satisfizo la justicia de Dios, pues hace falta algo más para aplacar a Dios y satisfacer su justicia, esto es, nuestra transformación. Por eso, aun cuando la teología protestante lo ha negado,[13] la forma tradicional de entender la ley y el evangelio lleva a la conclusión de que una vida en conformidad con la voluntad de Dios es irrelevante, pues nuestra salvación de ninguna manera depende de nuestra forma de vida sino sólo de la muerte de Jesucristo.
Finalmente, si el evangelio se define en términos de proclamar el perdón divino para que la gente vaya al cielo a morir, parece que la salvación tiene que ver solamente con el alma; lo que se busca es “salvar almas.” En cambio, en la Biblia encontramos un concepto más integral de la salvación, que abarca no sólo al ser humano entero, sino a los seres humanos en sus relaciones sociales y comunitarias así como la creación en general.
La proclamación de ley y evangelio hoy
¿Qué sucede cuando vemos la ley de Dios así como su oposición a la maldad y la injusticia como expresión de su amor incondicional por nosotros más que de su naturaleza perfecta? En primer lugar, esto nos permite afirmar que, de principio a fin, Dios no está en contra de nosotros sino a favor de nosotros. La forma tradicional de entender la ley y el evangelio nos presenta a un Dios que en primera instancia está airado con nosotros, no por su amor, sino por su perfecta justicia. Luego la proclamación del evangelio afirma que, por la muerte de Jesús, el Dios airado que estaba en contra de nosotros ha sido transformado en un Dios de gracia y misericordia que nos salva. Calvino, por ejemplo, llegó a afirmar que Dios era “enemigo nuestro hasta que mediante Jesucristo se reconcilió con nosotros.”[14 En otras palabras, según esta forma tradicional de pensar, el Dios misericordioso tiene que salvarnos del Dios airado; o sea, Dios nos tiene que salvar de sí mismo, y esto lo logra por la muerte de Cristo.
Sin embargo, cuando vemos que desde el principio Dios en su amor quiere nuestro bienestar integral, jamás podríamos verlo como nuestro enemigo o pensar que estuviera en algún momento en contra de los seres humanos pecaminosos. Dios es enemigo, no de los pecadores, sino del pecado y la maldad que hay en todos nosotros como pecadores; pero esto se debe a su amor por nosotros. El ve que el pecado, la maldad, y la injusticia que practicamos destruyen nuestro bienestar, y en su amor no quiere eso para nosotros. Por eso, por medio de su ley, nos prohibe lo que es malo para nosotros y nos manda hacer lo que es bueno para nosotros. No puede tolerar ni aceptar que vivamos de una forma que llene nuestras vidas de dolor, sufrimiento, y tantos otros males, precisamente por el amor incondicional que nos tiene.
Sin duda, se puede afirmar que nuestro pecado y maldad mueven a Dios a ira; pero esa ira se debe a su amor por los seres humanos. De hecho, cuando recordamos la manera de entender el pecado que hemos visto arriba, esto es, “actitudes y comportamientos que impiden y destruyen nuestro bienestar integral,” tenemos que afirmar que nuestro pecado debe suscitar en nosotros la misma ira y condenación que suscita en Dios. Según esta idea, la razón por la que no queremos pecar no es simplemente que Dios nos lo prohibe sino que el pecado nos hace daño. La maldad y la injusticia destruyen la verdadera vida y nuestra felicidad, pues hacer el mal le hace daño no sólo al oprimido sino también al opresor. En fin, debido a su amor por nosotros, Dios no puede aceptar nuestro pecado, y nosotros mismos tampoco podemos aceptarlo, pues si queremos tener el bienestar integral que Dios quiere para nosotros, tenemos que rechazar todo aquello que impide y destruye ese bienestar, o sea, nuestro pecado.
Hay que entender la justicia de Dios en base a estas mismas ideas. La justicia de Dios es expresión de su amor por nosotros, en lugar de ser contraria a ese amor, pues la razón por la cual Dios insiste que practiquemos la justicia y se opone a nuestro pecado es que quiere el bienestar de todos. Por eso, como afirmamos arriba, desde el principio, Dios está a favor de nosotros en lugar de estar en contra de nosotros. Dios jamás es nuestro enemigo, sino siempre nuestro amigo. Sin duda, está en enemistad con el pecado que está en nosotros, pero nosotros mismos también estamos en enemistad con el pecado que está en nosotros al darnos cuenta de que ese pecado no nos permite experimentar el bien que Dios quiere para nosotros, y que nosotros también queremos para nosotros mismos.
Así hay que entender nuestro problema como seres humanos: estamos sujetos al poder del pecado, y por más que tratemos de liberarnos de ese pecado, no podemos. En las palabras de San Pablo, “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí” (Rom. 7:19-20). Esto es causa de consternación no sólo para Dios sino para nosotros mismos. La solución para este problema no es simplemente el perdón divino; de hecho, no hay nada en Dios que le impida perdonarnos libremente. Pero ese perdón en sí no nos liberaría del pecado que nos tiene esclavizados. Hace falta algo más. Nuestra salvación tiene que consistir, no simplemente en obtener perdón, sino en ser transformados, de manera que podamos dejar de hacer lo que impide y destruye nuestro bienestar.
Con el fin de obrar esa transformación en nosotros, Dios envió a su Hijo al mundo. El propósito de la venida de Jesús no era ganar el favor y el perdón de Dios a través de su muerte, pues como hemos visto, siempre hemos contado con el favor de Dios, y no era necesario que Cristo muriera para que Dios nos pudiera perdonar. Más bien, tenemos que entender la venida de Jesús en los términos que él mismo empleó al principio de su ministerio, cuando lo criticaron por convivir con los cobradores de impuestos y otros “pecadores”: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mr. 2:17). Según la versión de Lucas, Jesús agregó que no vino a llamar a justos sino a pecadores “al arrepentimiento” (Lc. 5:31). Es importante señalar que, con estas palabras, Jesús no quiso decir que solamente algunos son pecadores enfermos que tienen necesidad de un médico, pues en otras partes acusa a los que se consideraban justos de negarse a reconocer que en realidad eran pecadores en necesidad de arrepentimiento (Mt. 3:7-10; 21:32; Lc. 18:9-14). Más bien, lo que quiso decir Jesús es que todos son pecadores y enfermos que requieren de un médico, pero no todos lo quieren reconocer.
Estas palabras de Jesús son de mucho interés para nuestro tema aquí porque él habla de los pecadores como “enfermos” que necesitan de un médico. Esto significa que la actitud de Jesús hacia los pecadores en un principio no era de condenarlos, como hacían sus adversarios, sino de tratar de ayudarles a sanar y cambiar. Jesús era “amigo de publicanos y de pecadores” (Mt. 11:19; Lc. 7:34), no su enemigo, y lo mismo hay que decir de su Padre que lo envió. Igual como un paciente que acude a un médico ve al médico como alguien que se va a preocupar por su salud y le va a ayudar, así quería Jesús que lo vieran a él. Al mismo tiempo, si Jesús habló de pecadores como enfermos, esto significa que él veía el pecado como una enfermedad. La enfermedad no es en primer término algo que condenar ni algo que suscite ira, sino algo que requiere de ayuda.
El arrepentimiento del cual habla Jesús en Lc. 5:31 puede entenderse a partir de estas mismas ideas: arrepentirse es reconocer, no sólo que uno ha pecado, sino que uno está enfermo. Le pesa a uno pecar, no simplemente porque Dios lo condene, sino porque se da cuenta de que su pecado le ha hecho daño no sólo a otros sino a sí mismo, impidiendo y destruyendo su bienestar junto con el de los demás. Pero al mismo tiempo, uno se da cuenta de que está enfermo en el sentido de que no puede dejar de pecar y lastimarse. Como uno sabe que no puede sanarse a sí mismo ni superar su pecado por sus propias fuerzas, reconoce que necesita de ayuda y así se la pide al Señor.
Así hay que entender la fe: es confiar en Jesús como el que puede salvar y sanar. La fe sigue al arrepentimiento porque, al reconocer que uno está enfermo y en necesidad de un médico, uno busca esa ayuda en Jesús. Por eso, hay una relación intrínseca entre la fe y la salvación. La fe salva, no porque Dios por alguna razón desconocida haya decidido exigir la fe como condición de salvación, sino porque la fe lleva a uno a buscar la ayuda que necesita en el único que puede otorgar esa ayuda, Jesús. Por eso, cuando Jesús sanaba a los enfermos, con frecuencia les decía, “Tu fe te ha salvado” (Mt. 9:22; Mr. 10:52; Lc. 7:50; 8:48; 17:19; 18:42). Su fe los salvó en el sentido de que su confianza en Jesús los llevó a buscar en él la sanación que necesitaban.
Estos pasajes también hablan de salvación en términos que tienen que ver con el bienestar integral en esta vida. Esto es común a través de la Biblia, y en particular en los Evangelios, donde se habla de Jesús como el que salva a otros en el sentido de sanar y restaurarlos a la salud, tanto física como espiritual (Mt. 9:21-22; 27:42; Lc. 7:50). En la teología occidental tradicional, la palabra “salvación” ha llegado a entenderse casi exclusivamente como algo que tiene que ver solamente con la vida eterna en el cielo. Sin embargo, cuando vemos el ministerio de Jesús, vemos que su preocupación no es simplemente ofrecer una salvación futura en un nuevo siglo, sino “salvar” a la gente en sus necesidades dentro de esta vida. Se trata de buscar el bienestar integral de otros, y esto tiene que ver tanto con la vida actual como la vida futura: nuestro bienestar en el presente y nuestro bienestar en el mundo por venir son inseparables el uno del otro.
Jesús buscó sanar y servir a la gente en sus necesidades no solamente como un individuo aislado; capacitó a discípulos y los envió a hacer las mismas cosas que él hacía. En otras palabras, Jesús formó una comunidad dedicada a buscar el bienestar integral de todos, tanto los mismos miembros de la comunidad como los que no forman parte de ella.
Sin embargo, esto llevó al conflicto con los poderes de su tiempo, que pretendían conservar el “monopolio” de la salvación. Tanto las autoridades religiosas judías como las autoridades del Imperio Romano afirmaban que la salvación era algo que sólo ellos podían otorgar, y por eso había que seguirles a ellos. Al ver la amenaza que Jesús representaba para este monopolio, tomaron la decisión de crucificarlo. Frente a esta amenaza, Jesús no se echó para atrás, sino que se mantuvo fiel a la tarea que su Padre le había dado.[15] Puso su vida en las manos de Dios, pidiéndole que el proyecto al cual se había dedicado no terminara con su muerte sino que siguiera adelante y se extendiera aun más. La respuesta de Dios fue resucitarlo de la muerte y exaltarlo al cielo, para que desde ahí pudiera seguir estando presente para los miembros de su comunidad, guiándolos y acompañándolos por medio del Espíritu Santo que derramó sobre ellos después de su resurrección. De esta manera, Jesús sigue trabajando para su salvación desde el cielo, haciéndose presente en la comunidad para que todos puedan gozar del bienestar integral que desea para ellos, tanto en el presente como en el futuro. En ese sentido, podríamos decir que su trabajo como “médico” no terminó con su muerte, sino que al contrario se ha ampliado de manera que puede dar vida y salud a personas por todo el orbe. Y algún día, volverá en poder para hacer que esa salvación se haga realidad en toda su plenitud.
Ley y evangelio: Hacia un paradigma alternativo
¿En qué consiste, pues, este paradigma alternativo? Primero, hay que entender la función de la ley en términos de mostrarnos que estamos lejos de vivir de la manera que Dios manda y quiere para nosotros para nuestro propio bien. Desde el principio se proclama a un Dios de amor que quiere que tengamos justicia y bienestar en nuestro mundo, y por eso nos ha dado su ley, que en el fondo nos manda amar, esto es, buscar el bienestar integral de todas las personas (incluyéndonos a nosotros mismos). Cuando vemos que el cumplimiento de esa ley está más allá de nuestras posibilidades, y que por eso no podemos lograr el bienestar que Dios quiere para nosotros, nos damos cuenta de nuestra necesidad de ayuda. Como afirmó Lutero con respecto a la predicación de la ley, “Es cuando el enfermo se percata de la naturaleza de su enfermedad, que recurre entonces al remedio. En consecuencia, revelar al enfermo el peligro de su enfermedad no significa darle motivo para desesperar o para morir, sino más bien impulsarlo a buscar remedio.”[16] Entonces, la predicación de la ley nos lleva al arrepentimiento, que consiste en reconocer que estamos “enfermos” y necesitamos de la ayuda de un “médico,” Jesús.
Por su parte, el evangelio nos dice que en Cristo encontramos la ayuda que necesitamos para sanar y alcanzar ese bienestar integral que Dios quiere para nosotros. Por supuesto, en este mundo caído, nuestro bienestar siempre será incompleto, pero en Cristo tenemos la seguridad de que algún día ese bienestar alcanzará su plenitud. De este modo, la proclamación del evangelio nos lleva a la fe en Cristo, esto es, a confiar en él y poner nuestra vida en sus manos. Por supuesto, poner la vida en sus manos significa esforzarnos por vivir como él quiere, por nuestro propio bien, y por lo tanto la fe es inseparable de la obediencia a Cristo. De la misma manera que tener fe en un médico significa seguir todas las indicaciones que éste ha dado, asimismo tener fe en Cristo significa estar comprometidos con lo que nos manda. Obviamente, nuestra obediencia siempre será imperfecta mientras sigamos en este mundo, y por lo tanto es necesario que recibamos el perdón de nuestros pecados por Jesucristo. Pero el evangelio es más que una proclamación del perdón de los pecados: el evangelio anuncia también nuestra transformación en Cristo. Al poner nuestra vida en las manos de Cristo nuestro “médico,” sabemos que él nos irá sanando y cambiando para que podamos ser las personas que Dios quiere que seamos, y que nosotros mismos queremos ser: personas que aprenden a practicar el bien y la justicia y a dejar de hacer lo que lastima y destruye nuestro bienestar, para que tengamos la vida plena que Dios ofrece por medio de Cristo.
Esto significa que, al compartir el evangelio con otros, no comenzamos diciéndoles que están bajo la ira y condenación de Dios, como en el esquema tradicional, sino más bien nos acercamos a ellos hablándoles de un Dios de amor que quiere su bienestar. Al mismo tiempo, compartimos el hecho de que no hemos alcanzado el bienestar que Dios quiere para nosotros porque no hemos vivido como él quiere. Sin embargo, esto no nos hace superiores a los demás, sino más bien nos pone al mismo nivel que ellos. Reconocemos que nosotros como creyentes estamos en la misma condición que todos los demás: seguimos siendo pecadores, personas “enfermas” que necesitamos constantemente de la ayuda de Dios en Jesucristo. Sufrimos del mismo problema que los no creyentes, esto es, necesitamos ser transformados para alcanzar el bienestar que Dios quiere para nosotros. Al mismo tiempo, damos nuestro testimonio de que esa transformación se va haciendo realidad por medio de Jesucristo.
¿Significa esto que la proclamación de la ira de Dios debe dejar de formar parte del mensaje cristiano? Por supuesto que no. Sin embargo, hablamos de la ira de Dios en el contexto de los que se niegan a reconocer que tienen la “enfermedad” del pecado, y más bien insisten que están bien y no necesitan cambiar. Estas personas se encuentran no sólo fuera de la iglesia sino también dentro de ella, pues la realidad es que sí hay mucha hipocresía en la iglesia, pues muchos creyentes creen que están bien y no tienen que cambiar, a diferencia de los demás, que son pecadores perdidos. Cuando uno se niega a reconocer que está mal y persiste en su comportamiento opresivo e injusto, no pide ayuda ni puede recibirla; más bien, sigue lastimando a los demás y también a sí mismo. Eso no es aceptable para Dios, y por eso ese comportamiento suscita la ira divina. En este contexto, hay que subrayar nuevamente que la ira de Dios es fruto de su amor, porque Dios insiste en que reconozcamos que estamos mal y que cambiemos por nuestro propio bien así como el bien de otros a quienes Dios también ama.
Para captar mejor esta forma de proclamar el mensaje de salvación, una de las mejores ilustraciones que he podido encontrar es la manera en que funciona el programa de Alcohólicos Anónimos. Entre los principios de este programa que ha tenido tanto éxito a nivel mundial es la idea de que, en lugar de ver al alcohólico como una persona mala a quien hay que reprochar por su “pecado” de embriagarse, se le ve como una persona que padece de una enfermedad¸ la del alcoholismo, y que por lo tanto requiere de ayuda.[17] No se empieza condenándolo por su alcoholismo sino haciéndole sentirse apoyado y aceptado. Por supuesto, la ira y la condenación pueden tener lugar cuando un alcohólico se niega a reconocer su alcoholismo y por lo tanto persiste en comportamientos que hacen daño a otras personas y también le hacen daño al mismo alcohólico. Sin embargo, aun cuando se le reprocha, se insiste que lo que se busca es su bienestar y el bienestar de sus seres queridos, lo cual sólo puede lograrse si reconoce que necesita ayuda.
Esta ayuda la encuentra dentro de una comunidad de personas que son alcohólicos iguales que él o ella. Los otros miembros del grupo no se consideran moralmente superiores al alcohólico que se les une, sino como personas que padecen de la misma enfermedad que él o ella. Aun cuando logran su objetivo de dejar de beber, todavía se siguen identificando como alcohólicos, pues saben que tendrán la enfermedad del alcoholismo durante el resto de sus vidas. Y dentro de esta comunidad, las personas se ayudan mutuamente, a la vez que ponen su vida en manos de Dios, confiando en él para recibir la ayuda que necesitan. Uno recibe ayuda al buscar ayudar a los demás, pues uno recibe cuando da y también da cuando recibe. Y como lo que se pretende es el bienestar de cada uno, cuando algún miembro del grupo recae, sabe que siempre será bien recibido si regresa al grupo en busca de ayuda, en lugar de ser censurado o reprochado.
Así podemos ver la proclamación del evangelio en el contexto de la iglesia. En la iglesia, todos tenemos la “enfermedad” del pecado, pues hacemos continuamente cosas que nos lastiman y lastiman a otros. El tener la misma enfermedad que todo el mundo significa que los miembros de la iglesia no podemos vernos como moralmente superiores a los demás; más bien, hay que ver a los demás como personas que requieren de la misma ayuda que nosotros para sanar y alcanzar el bienestar que Dios quiere para todos. En este sentido, tal vez podríamos hablar de los miembros de la iglesia en términos de “pecadores anónimos,” esto es, personas que reconocen que tienen y siempre tendrán una enfermedad para la cual necesitan ayuda. E igual como ocurre en el programa de Alcohólicos Anónimos, encuentran esa ayuda en el contexto de una comunidad de personas “enfermas” como ellos. En esta comunidad, se proclama a Jesús como el buen médico que tiene el poder para sanarlos, y se vive el amor mutuo. Todos son transformados a la vez que buscan la transformación de los demás bajo Cristo su Señor.
Desde mi perspectiva, éste es el tipo de iglesia que necesitamos hoy día: iglesias donde el mensaje que se proclama y vive recalca de principio a fin el amor incondicional de Dios en Cristo por todos nosotros. El Dios de Jesucristo es un Dios que no está en contra de nadie ni es enemigo de nadie, sino que siempre está a favor de todos, comprometido con nuestro bienestar, como lo demuestra la cruz: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (Rom. 8:31-32).
David A. Brondos
Publicado en línea el 31 de octubre de 2017
[1] Fórmula de Concordia, 2.5.20; ver también la Apología de la Confesión de Augsburgo, 4.40-43, 90.
[2] Confesión de Westminster, 6.6. Ver también el Catecismo Menor de Westminster, Pregunta 19.
[3] Confesión de Westminster, 20.1. Ver también el Catecismo Menor de Westminster, Preguntas 25, 33.
[4] La mayor parte de lo que sigue a continuación ha sido tomada de mi libro Redeeming the Gospel: The Christian Faith Reconsidered (Minneapolis: Fortress Press, 2010). Ver sobre todo los capítulos 2 y 6.
[5] Catecismo Menor de Westminster, Pregunta 14. Ver también la Fórmula de Concordia, 2.6.13.
[6] San Anselmo de Cantérbury, Por qué Dios se hizo hombre, 1.24.
[7] Pbro. Ezequiel Lango Umalla, Catecismo Menor Explicado de Westminster, 8a. ed. (México: El Faro, 1993), p. 63. Ver también Juan Calvino, Institutos de la Religión Cristiana, 2.16.1.
[8] Juan Calvino, Institutos de la Religión Cristiana, 2.12.3; 2.16.6. Ver también 2.16.2, 5, 11.
[9] Ver E. P. Sanders, Paul and Palestinian Judaism (Philadelphia: Fortress Press, 1977), p. 110.
[10] Artículos de Esmalcalda, 3.3.2.
[11] Martín Lutero, La Disputación de Heidelberg, Tesis 23.
[12] Juan Calvino, Institutos de la Religión Cristiana, 2.16.2.
[13] Ver, por ejemplo, Juan Calvino, Institutos de la Religión Cristiana, 3.16.1-4.
[14] Juan Calvino, Institutos de la Religión Cristiana, 2.16.2.
[15] Ver mi artículo “¿Por qué murió Jesús? Una mirada a la historia,” Oikodomein 4/5 (1998), pp. 97-110.
[16] Martín Lutero, Disputación de Heidelberg, Conclusión 17.
[17] Sobre este punto y algunos de los puntos que siguen, ver, por ejemplo, Un punto de vista sobre Alcohólicos Anónimos (México: Alcoholics Anonymous World Services, 1970), pp. 7-8, 11-12, 15-16.