Versión inédita de un artículo publicado en Oikodomein 18 (2019), pp. 29-46.

            Aunque el término “fundamentalista” apenas fue acuñado a principios del siglo veinte, cuando un grupo de líderes cristianos norteamericanos de tendencias conservadoras publicaron una serie de tratados titulados The Fundamentals: A Testimony to the Truth (Los fundamentos: Un testimonio a la verdad),[1] el fenómeno que conocemos hoy como fundamentalismo ha existido en casi todas las épocas de la historia. Esto es evidente si consideramos las características que generalmente se relacionan con el fundamentalismo. Entre ellas, destacan su apego literal a la Biblia, su doctrina de la inerrancia del texto bíblico, su convicción de poseer la verdad en su plenitud, y como consecuencia, su intolerancia a otras formas de pensar.

            Según una postura fundamentalista, es necesario tomar al pie de la letra no sólo los relatos que contiene la Biblia—incluyendo sobre todo el relato de la creación del mundo en Génesis 1–2—sino también los mandamientos y prescripciones tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo. En términos generales, se rechaza la idea de que la Biblia responda a contextos históricos que deban ser tomados en cuenta al interpretar sus contenidos. De hecho, en un sentido ni siquiera se acepta que sea necesario interpretar el texto bíblico, pues su sentido es evidente:

[L]a palabra bíblica es vista como un absoluto, como una realidad en sí misma cuya afirmación es clara e invariable. No es relativa al entendimiento de aquellos que la escuchan en varios contextos históricos y culturales. Como resultado, la misma no requiere interpretación. En cierto sentido, el fundamentalismo no es una clase de interpretación, sino la negación de la necesidad y legitimidad de la interpretación.[2]

            La convicción de poseer la verdad absoluta justifica no sólo los esfuerzos por difundir esa verdad de manera agresiva sino también el callar y descalificar otras voces en nombre de esa verdad. Según Eduardo Arens, no se permite el cuestionamiento ni la reflexión libre y “no hay lugar para diálogos abiertos y desprendidos. . . . Por lo mismo, los fundamentalistas no toleran demasiada democracia y tildan de libertinaje la facilidad con la que el mundo impone una variedad de visiones bajo la bandera de la libertad de pensamiento.”[3] Esta rigidez en su pensamiento y falta de pensamiento crítico traen como consecuencia la incapacidad para concebir una sociedad pluralista y reconocer como válidas otras maneras de pensar y ver el mundo.[4] Como señala Leonardo Boff,

quien se siente portador de la verdad absoluta no puede tolerar ninguna otra verdad, y su destino es la intolerancia. Y la intolerancia genera el desprecio del otro; el desprecio engendra la agresividad; y la agresividad ocasiona la guerra contra el error, que debe ser combatido y exterminado. Y así es como estallan conflictos en los que se producen incontables víctimas.[5]

            Estas actitudes desembocan en una moral inflexible e intransigente que aplica los preceptos bíblicos a la realidad contemporánea de una manera directa. Hay una distinción muy clara y marcada entre el bien y el mal, la cual no deja lugar para discusiones. Arens califica la ética fundamentalista como “puritana”:

El fundamentalista tiende al moralismo, con lo que califica y encasilla a las personas según esquemas de moral puritana—por eso su obsesión con la sexualidad—. De hecho, su moral no es humana y compasiva sino represora e impositiva—recuerda a los fariseos frente a Jesús. No extraña que se dedique a una suerte de “cacería de brujas” para silenciar a los cuestionadores y desestabilizadores, y dejar libre el camino para imponer su propia ideología que, según los fundamentalistas, es la salvación para la humanidad. . . .[6]

            Aunque por supuesto esta salvación tiene que ver con la vida eterna después de la muerte, según el pensamiento cristiano fundamentalista, también debe ser reflejada en el presente. Por ser inerrante la Biblia y por ser la ley divina que encontramos en ella superior a cualquier ley humana, el verdadero cristiano debe buscar que todo y todos sean sometidos a esa ley: “de las palabras inscritas en el Libro sagrado brota un modelo integral de sociedad perfecta, superior a cualquier forma de sociedad inventada y configurada por los seres humanos.”[7] Se pretende imponer la moralidad supuestamente bíblica incurriendo en el ámbito político para promulgar leyes que reflejen esa mentalidad puritana y abogando por la aplicación estricta y rigorosa de esas leyes. Los grupos fundamentalistas buscan “ejercer influencia en el resto de la sociedad y en el poder políticos a través de multitud de formas y vías. A pesar del muro estadounidense de separación entre las Iglesias y el Estado, frecuentemente, los grupos fundamentalistas influyen, condicionan y participan en el proceso de elaboración de leyes o en la judicialización de casos contrarios a sus creencias religiosas.”[8] Dentro de esta guerra contra el error, “el creyente es llamado a comprometerse en la lucha política para abatir al Enemigo que impide el triunfo en la Tierra del reino de la verdad. Un llamado a un compromiso total en la guerra entre el imperio del Bien y el del Mal.”[9]

            Aunque a primera vista podría parecer sorprendente, los grupos fundamentalistas que defienden y propagan tales ideas necesariamente apelan al amor al prójimo para justificar sus posturas, pues nadie duda que el amor constituya la esencia del cristianismo. Si hay que sofocar otras voces en nombre de la verdad absoluta, es “por el bien de todos.” Asimismo, si hay que obligar a todos a reconocer esa verdad y conformarse a ella, también es por su propio bien, pues de otra manera se les dejaría en el error y la ignorancia, lo cual impediría su salvación. Según esta forma de pensar, permitir que otros sigan por sus malos caminos sin corregirles y obligarlos a someterse a la voluntad de Dios sería actuar en contra del amor cristiano, porque les haría mal en lugar de hacerles bien.

            En principio, son muchos los argumentos que se podría desarrollar para cuestionar estos postulados del fundamentalismo cristiano.[10] Sin embargo, aquí quisiera enfocarme en este tema del amor para argumentar que, lejos de estar en conformidad con la Biblia, la visión fundamentalista de Dios y la vida cristiana en realidad es contraria a ella, precisamente porque esa visión es contraria al verdadero amor del que habla la Biblia.

La Torá como expresión del amor de Dios

            El pensamiento fundamentalista le da una gran importancia a la ley de Dios y concibe la vida cristiana principalmente en términos de una sumisión a esa ley. Sin embargo, a través del Antiguo Testamento, la palabra hebrea que generalmente traducimos como “ley” es Torá, que en realidad no significa ley sino instrucción, enseñanza, orientación, o dirección.[11] A través de las indicaciones que Dios le da al pueblo de Israel, les instruye y guía en el camino que deben seguir por su propio bien y felicidad. Este significado de Torá es evidente en la introducción al libro de Proverbios, donde se afirma: “Oye, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no desprecies la dirección (Torá) de tu madre” (Prov. 1:8). Obviamente, un padre y una madre que le dan instrucción y dirección a su hijo lo hacen porque lo aman y quieren que le vaya bien. Lo mismo podemos decir de la Torá que Dios le da a su pueblo en el Antiguo Testamento: es una expresión de amor por el pueblo.

            En este pasaje de Proverbios, a través de un paralelismo, se compara la instrucción que un hijo recibe de su padre con la dirección u orientación que recibe de su madre. La palabra hebrea traducida aquí como “instrucción” que se emplea como virtual sinónimo de Torá es musar. Curiosamente, por lo general se traduce musar como “castigo,” pero como es evidente aquí en este pasaje, esa traducción no capta de manera adecuada el sentido de la palabra hebrea. Aquí musar es algo que el hijo debe escuchar de su padre para poder vivir sabiamente, haciendo lo que en verdad le conviene.

            Por ser la Torá algo que Dios le da a su pueblo para su propio bien y felicidad, a través del Antiguo Testamento se considera la Torá como una bendición. El autor del Salmo 119, por ejemplo, se regocija en la Torá y sus preceptos por considerarlos buenos y maravillosos (vv. 14-16, 39, 117, 129, 162). “Me regocijaré en tus mandamientos, los cuales he amado” (v. 47). “Mejor me es la Torá de tu boca que millares de oro y plata” (v. 72). “Oh, ¡cuánto amo yo tu Torá!” (v. 97). Considera la Torá como una delicia por los buenos consejos que da (v. 24, 77, 174), y constantemente quiere conocer mejor los preceptos de la Torá para poder gozar del bienestar que otorga a los que la observan (vv. 26-27, 48, 124-125). El salmista dice que los mandamientos de la Torá le guían (v. 35) y menciona las bendiciones que reciben los que los guardan (v. 56). De hecho, ve la Torá como una muestra de amor, bondad, y misericordia de parte de Dios (v. 64, 68). Cuando afirma, “¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras, más que la miel a mi boca!” (v. 103) y, “Lámpara es a mis pies tu palabra y lumbrera a mi camino” (v. 105), no se está refiriendo a la palabra o palabras de Dios en general sino más bien a la palabra o las palabras de la Torá.

            El mismo salmista explica por qué ve la Torá de esta forma al afirmar que los que aman la Torá tienen “mucho shalom” (Sal. 119:165), esto es, un bienestar integral que incluye lo que llamamos “paz” pero en realidad abarca todos los aspectos de la vida humana. Al mismo tiempo, al hablar de los mandamientos de la Torá como “justos,” lo que el salmista quiere decir es que promueven ese shalom para todos (v. 172). Es importante recalcar que, a través del Antiguo Testamento, la justicia es considerada como expresión y en muchos casos inclusive sinónimo del amor, la bondad, y la misericordia de Dios. Esto lo vemos en los paralelismos en los que se menciona la justicia de Dios: “Clemente es el Señor, y justo; sí, misericordioso es nuestro Dios” (Sal. 116:5). “Proclamarán la memoria de tu inmensa bondad, y cantarán tu justicia” (Sal. 145:7). “Señor, hasta los cielos llega tu misericordia, y tu fidelidad alcanza hasta las nubes, tu justicia es como los montes de Dios” (Sal. 36:5-6; cf. 112:4-5). Su justicia tiene el propósito, no de castigar, sino de salvar. Según el Salmo 146:6-9, Dios “hace justicia” cuando ayuda a los agraviados, da pan a los hambrientos, libera a los cautivos, abre los ojos a los ciegos, levanta a los caídos, guarda a los extranjeros, sostiene a los huérfanos y a las viudas, y trastorna el camino de los malhechores. Obviamente, si Dios quiere salvar a los oprimidos, tiene que proceder en contra de sus opresores, pero aun así lo que le importa no es hacer sufrir a los que han hecho mal sino impedirles que sigan causándoles sufrimiento a otros. Por eso, los salmistas alaban a Dios por su justicia, pues es una justicia que busca salvar a los que padecen necesidad: “No encubrí tu justicia dentro de mi corazón; he publicado tu fidelidad y tu salvación. No oculté tu misericordia y tu verdad en grande asamblea” (Sal. 40:10). “Mi boca publicará tu justicia y tus hechos de salvación todo el día” (Sal. 71:15).

            Asimismo, la ley de Dios o Torá es justa y buena a la vez, pues pretende promover el bienestar integral de los seres humanos, asegurar la equidad, y proteger a los más débiles e indefensos. Se prohiben cosas que destruyen el bienestar, como la injusticia, la deshonestidad, la maldad, y la violencia, y se prescriben otras cosas que contribuyen al bienestar, como el reposo, la generosidad, la compasión, y sobre todo el amor al prójimo. Todo esto hace que los mandamientos sean vistos a través del Antiguo Testamento como una expresión del amor de Dios.

            Sin duda, son muchos los pasajes bíblicos que hablan de la ira y los castigos de Dios. Pero, al examinar esos pasajes, podemos ver que esa ira es vista como fruto del amor de Dios. Lo que lo provoca a ira es el mal que unos cometen contra otros, así como las injusticias y la opresión. Si en verdad es un Dios de amor, ¿cómo va a tolerar que sus hijas e hijos destruyan sus vidas y las de los demás sin recriminarles su maldad y exigirles que dejen de lastimarse unos a otros? ¿Cómo va a quedarse callado cuando observa la manera en que algunos pisotean a otros, y cómo no se va a enojar cuando justifican sus maldades en el nombre de Dios, como si todo aquello fuera de su agrado y se hiciera con su consentimiento y aprobación?

            Al utilizar la palabra musar para hablar de los castigos impuestos por Dios, el Antiguo Testamento presenta esos castigos como formas de corregir y disciplinar a los que están practicando el mal. Esta corrección se entiende como una expresión del amor de Dios: “No menosprecies, hijo mío, el castigo del Señor, ni te fatigues de su corrección; porque el Señor al que ama castiga, como el padre al hijo a quien quiere” (Prov. 3:11-12; cf. Job 5:17). Cuando Dios le da la Torá a Israel y le dice al pueblo que los castigará si no obedecen, se utiliza el mismo término musar para enfatizar que su objetivo será corregir al pueblo y lograr nuevamente su obediencia. Si Dios exige obediencia a su pueblo, no lo hace por causa de sí mismo sino por el bien del pueblo, pues sólo pueden gozar del bienestar si viven de la manera que él quiere y manda. Asimismo, si les prohibe servir a otros dioses y afirma ser un Dios celoso, es porque sabe que les irá mal si abandonan su instrucción para ir tras dioses falsos que incitan al mal en lugar de promover el bien, el shalom, y la injusticia, y en su amor quiere que les vaya bien.

            En el pensamiento bíblico, en muchos casos los que son castigados por Dios no se dejan corregir, y más bien persisten en la maldad y las injusticias que destruyen su bienestar y el de los demás. Esto pone a Dios en una situación difícil, pues si él permite que sigan por su mal camino, sólo se irá extendiendo más el sufrimiento y el dolor que están causando. Por eso, se presenta a Dios actuando para extinguir el mal y destruir a los que insisten en practicarlo, aun cuando en su amor es lo que menos quisiera hacer, pues ama a todas las personas por igual, incluyendo a los malhechores. El profeta Jeremías se lamenta ante Dios, “Los azotaste, y no les dolió; los consumiste, y no quisieron recibir corrección; endurecieron sus rostros más que la piedra, no quisieron convertirse” (Jer. 5:3). Después de hablar de todas las maldades que hicieron los líderes del pueblo y la ira que esas maldades provocaron en él, Dios les dice: “Y me volvieron la cerviz, y no el rostro; y cuando les enseñaba desde temprano y sin cesar, no escucharon para recibir corrección” (Jer. 32:33). En estos casos, Dios se duele de que no le queda otra alternativa que actuar en contra de los que persisten en el mal, a pesar de su amor por ellos (Is. 48:18-19; Lam. 3:32-33; Sal. 81:11-16).

            El hecho de que en el pensamiento bíblico lo que pretende Dios al destruir a los malhechores no es hacerlos sufrir sino más bien evitar que sigan destruyendo la vida y el bienestar de otros es evidente de pasajes como Mat. 13:41-43, donde Jesús explica la parábola del trigo y la cizaña: “Enviará el Hijo del hombre a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad, y los echarán en el horno de ruego; allí será el lloro y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre.” Así como el objetivo de los que avientan el trigo al aire para separarlo de la paja no es el de juntar la paja para poderla destruir sino más bien juntar el trigo ya limpio para poderlo comer (Mat. 3:12), el propósito de acabar con los que hacen mal a los demás no es castigarlos o destruirlos sino permitir que los demás puedan vivir en paz y tranquilidad y gozar del bien, practicando el amor y la justicia sin que nadie se lo impida.

El Dios del fundamentalismo cristiano

            El Dios que encontramos en el fundamentalismo cristiano es un Dios muy distinto al Dios de amor incondicional que nos presenta la Biblia. Sin duda, el fundamentalismo sigue hablando de un Dios de amor, pero al contraponer ese amor a la santidad y la justicia de Dios, termina negándolo. En realidad, el Dios fundamentalista es un dios pagano.

             Para explicar este punto, podemos considerar muy brevemente los inicios del mito babilónico de la creación conocido como el Enuma Elish. Según este mito, en un principio existían dos dioses, el dios Apsu y la diosa Tiamat, y de estos dos dioses fueron engendrados otros dioses, Lakhmu y Lakhamu, de los cuales salieron todavía más dioses. Según el mito, los dioses que habían sido procreados comenzaron a molestar a sus progenitores Apsu y Tiamat. La forma en que bailaban y el ruido que hacían al jugar no dejaba en paz a Tiamat, en cuyo interior vivían todavía, y no le permitía a Apsu dormir en la noche ni descansar en el día. Como consecuencia, Apsu determina destruir a estos otros dioses, aunque Tiamat (¡como buena madre!) se opone a su plan.[12]

            No hace falta ver más de este relato para observar lo que distingue a estos dioses del Dios de la Biblia. La diferencia principal estriba en el hecho de que al Dios de la Biblia lo que le importa es que los seres humanos practiquen el bien y la justicia y se abstengan del mal. En cambio, las exigencias de los dioses del Enuma Elish no son de carácter moral, pues lo que a Apsu y Tiamat les desagrada no es la práctica del mal y la falta de justicia sino simplemente el ruido y griterío de los dioses de quienes son progenitores. Sin embargo, si comparamos a Apsu y Tiamat con el Dios que encontramos en el pensamiento cristiano fundamentalista, hay un punto en el que coinciden: lo que les desagrada es que la conducta de los seres a los que han dado la vida no los deja estar en paz. Aunque quieren que existan estos otros seres y desean relacionarse con ellos de diversas maneras, no quieren que esos seres les molesten. Más bien, lo que quieren de ellos, como se hace evidente en el relato del Enuma Elish, es que estos seres hagan su voluntad, no porque les interese el bienestar de estos seres sino porque quieren recibir algo de ellos.

            Encontramos ideas parecidas en las creencias de casi todos los pueblos de la antigüedad. Generalmente, lo que los dioses desean de los seres humanos son ofrendas y sacrificios, aunque en algunos momentos exigen de ellos ciertos comportamientos. Esto era verdad tanto para los Baales cananeos como para los dioses griegos y romanos como Zeus y Júpiter.[13] Aun si mandaban que los seres humanos practicaran la justicia, era porque de alguna manera las injusticias humanas les afectaban y perjudicaban a ellos como dioses, y no porque les interesara el bienestar de los seres humanos en sí. Si querían que los seres humanos tuvieran bienestar, era porque sólo así podían servir a los dioses como éstos querían. Lo mismo podríamos decir del amor mutuo entre los seres humanos: si los dioses ordenaban a los seres humanos amarse unos a otros y vivir en paz, era porque así dejarían en paz también a los dioses y no les molestarían con sus conflictos y pleitos.

            Así es Dios en el pensamiento fundamentalista cristiano. Entre los teólogos que más influyeron en el fundamentalismo que surgió en los Estados Unidos fue Charles Hodge (1797-1878), que fue profesor en el seminario teológico de Princeton durante más de medio siglo y llegó a ser moderador de la Asamblea General de la Iglesia Presbiteriana en los Estados Unidos. La obra más importante de Hodge es su Teología Sistemática, publicada originalmente en 1873. Ahí afirma que “la gloria de Dios [es] el gran fin de todas las cosas” y que “la gloria de Dios, la manifestación de sus perfecciones, es el fin último de todas sus obras.”[14] Por una parte, Hodge niega que esto signifique que Dios sea egocéntrico, pero por otra parte insiste que hablar del bienestar y la felicidad de los seres humanos como el fin más grande sería “pervertir y subvertir todo el esquema; es poner los medios por el fin, subordinar a Dios al universo, el Infinito a lo finito. . . . En último término, se puede afirmar con certeza que un universo hecho con el propósito de dar a conocer a Dios es un universo mucho mejor que uno designado para la producción de felicidad.”[15]

            Aunque en principio podría parecer coherente esta postura, en realidad no es así. Si vemos esta última afirmación, por ejemplo, habría que preguntar: ¿Para qué quiere Dios que los seres humanos lo conozcan? Según Hodge, no es porque eso haga felices a los seres humanos, pues la felicidad humana no es el fin último por el cual Dios creó el universo y la humanidad. Entonces, la única respuesta factible para esa pregunta es que Dios quiere que los seres humanos lo conozcan, no por causa de ellos o su bienestar, sino por causa de él mismo. Si Dios desea que los seres humanos tengan bienestar, es porque sólo así podrán rendirle la gloria y el honor que anhela. ¿Cómo no va a ser egocentrismo esto? Para Hodge, el bienestar humano no es el fin último, sino un medio para que Dios pueda tener bienestar. En esto, el Dios de Hodge es igual a los dioses paganos.

            Lo que dice Hodge sobre la santidad de Dios refleja las mismas ideas. Según Hodge, la santidad “implica una total ausencia de mal moral” y una “absoluta perfección moral.” “La idea primaria es ausencia de impureza. Santificar es limpiar; ser santo es ser limpio.”[16] Cabe preguntar: ¿A quién beneficia esta santidad y perfección? No parece tener ninguna relación con el amor. ¿Deben los seres humanos alegrarse y celebrar el hecho de que Dios es perfectamente santo o limpio, como si eso fuera buena noticia o evangelio? Más bien, lo que afirma Hodge es que todos deben rendirle homenaje y reverenciar a este Dios libre de cualquier imperfección o impureza:

La infinita pureza, aún más que el conocimiento infinito o que el poder infinito, es el objeto de reverencia. . . . «El Santo de Israel» es Aquel que debe ser temido y adorado. Los serafim alrededor del trono, clamando día y noche Santo, Santo, Santo Jehová de los ejércitos, expresan los sentidos de todas las criaturas racionales no caídas a la vista de la infinita pureza de Dios. Ellos son los representantes de todo el universo, en el ofrecimiento de este homenaje perpetuo a la santidad divina. Es debido a esta santidad que Dios es un fuego consumidor. Y fue la contemplación de esta santidad la que llevó al profeta a exclamar: «¡Ay de mi, que estoy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de un pueblo de labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos» (Is 6:5).[17]

            Aquí tenemos a un Dios que sólo quiere ser venerado, temido, admirado, y enaltecido por todos. Quiere estar rodeado de seres que le estén diciendo continuamente cuán santo y cuán grande es, alabándolo por su “absoluta perfección moral” y su “infinita pureza.” Parecería que no tienen otra alternativa, pues si no lo reverencian de esa forma, podría consumirlos con fuego o castigarlos en su ira. El único “amor” que vemos en esta descripción de Dios es su amor propio y egolátrico. Este Dios no ama a los seres humanos, que no tienen otra opción que rendirle homenaje y adularlo perpetuamente, ni tienen ellos motivos para hacerlo. Más bien, lo que les parece motivar es el miedo a ofender a este Dios y despertar su ira, dejar de contar con su favor, y caer en su desgracia. Si hay expresiones o aclamaciones de alegría de parte de ellos, no será porque ese Dios les inspire una verdadera alegría por su bondad y gracia, sino más bien porque, de la forma más cruel y déspota, este Dios no sólo les exige adularlo sino también insiste en que lo hagan con expresiones de júbilo, fingiendo estar alegres para complacerlo.

            Cabe mencionar que, aun cuando Hodge cita el pasaje de Isaías 6, donde el profeta tiene la visión del Dios santo rodeado de serafines, este Dios es distinto al de Hodge. El Dios de Isaías envía al profeta a proclamar un mensaje que, aunque es de juicio, también es de esperanza y salvación. El problema no es con el concepto de la santidad de Dios en sí, sino con el concepto de santidad que maneja Hodge. Mientras para Hodge la santidad es un impedimento al amor de Dios, para Isaías y la Biblia en general la santidad de Dios es lo que impulsa a Dios a llevar a los seres humanos a asumir su mismo compromiso de buscar el shalom y el bienestar para todos sin excepción, movido únicamente por su amor y gracia.

            Sin duda, se podría argumentar que Hodge también habla de un Dios que salva y da esperanza y bienestar. Pero para Hodge, de lo que tienen que ser salvos los seres humanos no es la maldad y la injusticia que destruyen sus vidas. Más bien, tienen que ser salvos de Dios mismo y de su santidad y justicia. Sólo pueden alcanzar el bienestar cuando quedan libres del “fuego consumidor” de ese Dios santo, puro, y perfecto que no tolera en ellos otra cosa que la misma santidad, pureza, y perfección. Lejos de favorecerles a los seres humanos, la justicia o la santidad de Dios les perjudica porque exige lo mismo de ellos—una perfección e impureza que jamás podrán alcanzar—y les amenaza con el castigo y la condenación si no cumplen con esa exigencia. La justicia y la santidad de Dios no son “evangelio,” buena noticia, sino solamente mala noticia.

            Supuestamente, el evangelio o buena noticia viene por medio de Cristo y su muerte en la cruz. Aunque la santidad, pureza, justicia, y perfección de Dios no le permiten perdonarles a los seres humanos su pecado y más bien le obligan a castigarlo, en su “gracia” y “amor” Dios envía a su Hijo a sufrir ese castigo y esa ira en su lugar como su substituto.[18] Pero si examinamos lo que dice Hodge, en realidad Dios salva a los seres humanos de su castigo, no por el bien de ellos sino movido por intereses propios. Lo que le interesa a Dios no es que los seres humanos vivan practicando el amor y la justicia, sino simplemente que su pecado sea castigado y sus impurezas eliminadas para que pueda tolerarlos en su presencia. Parecería que lo que le preocupa a este Dios perfectamente puro y limpio es simplemente que no lo ensucien con sus pecados para que él pueda estar en paz.

            De manera explícita, Hodge niega que el propósito del castigo divino sea corregir a los seres humanos y acabar con la maldad, la injusticia, y la opresión. En ese caso, el castigo divino tendría un propósito constructivo y amoroso. Sin embargo, según Hodge, el objetivo principal de Dios al castigar el mal no es corregir a los malhechores: “La rehabilitación del delincuente no es el objeto primario del castigo” y “el bien del sufriente no es el fin primordial de infligir el castigo.”[19] Aunque reconoce que Dios puede utilizar el sufrimiento para disciplinar a los seres humanos, Hodge insiste que ése no es el objetivo del castigo: “El castigo, en su sentido propio, es mal infligido para dar satisfacción a la justicia.”[20] Eso es lo que le interesa a Dios y lo que hace cuando castiga a los pecadores o a Cristo en su lugar: satisfacer su justicia, esto es, descargar y desahogar su ira contra el pecado como “juez vengador” y así “dar testimonio de su desaprobación” de los pecadores impuros y sus pecados.[21] Hodge insiste que “la justicia no puede ser mezclada propiamente con la benevolencia. y el hecho de que no es la promoción de la felicidad mediante la prevención del crimen el fin primario de la inflicción del castigo es evidente.”[22]

            Aquí está claro: lo que pretende Dios al castigar el pecado no es promover la felicidad o el bienestar de los seres humanos. Más bien, el Dios de Hodge busca algo para sí mismo cuando castiga. Supuestamente, su misma naturaleza perfecta, santa, y justa no le permite tolerar el pecado y las impurezas de los seres humanos. Podríamos decir que la naturaleza de Dios lo mantiene cautivo, ya que no le permite actuar de otra forma. Cabe preguntar si este Dios en verdad es omnipotente, pues hay algo más fuerte que él, su propia naturaleza santa y perfecta que le obliga a castigar los pecados, aun si quisiera más bien perdonarlos. “Él es infinitamente puro, su naturaleza tiene que estar opuesta a todo pecado; y por cuanto sus actos están determinados por su naturaleza, su desaprobación del pecado debe manifestarse por sus acciones. . . . Por ello, es inevitable que la perfección del Dios infinitamente santo manifieste su oposición al pecado, sin esperar a juzgar las consecuencias de la expresión de esta repugnancia divina.”[23] En el fondo, la razón por la que Dios no quisiera consumir con ira a los seres humanos no es que los ame ni porque él desee su bien y felicidad. Más bien, sus motivos son egoístas: Si Dios echara lejos de su presencia a todos los seres humanos que ha creado, ¿cómo podrían rendirle el honor y la gloria que él anhela? ¿Quién quedaría para reverenciarlo y estarle ensalzando continuamente, recordándole lo santo y perfecto que es? Como ya hemos visto, según Hodge, precisamente para ese fin fueron creados los seres humanos, y si Dios los condenara y destruyera a todos, no podrían cumplir con ese fin.

            Por eso, aun cuando se habla del amor de Dios para con los seres humanos al enviar a su Hijo a morir en su lugar, en realidad ese amor no es más que egocentrismo por parte de Dios. Él los salva de su propio castigo e ira, no porque los ame a ellos sino sólo por amor propio. Sin duda, hay un sentido en el que se puede decir que sí los ama, pero sólo los ama por lo que le van a dar, esto es, la veneración, la reverencia, y la adulación que él desea. Y si dejan de darle lo que quiere, dejará de amarlos y ya no querrá tenerlos en su presencia. Ese “amor” condicional en realidad no es amor, ni mucho menos gracia, pues la única “gracia” que Dios les muestra es permitir que pasen la eternidad alabándolo y honrándolo, fingiendo estar contentos y alegres, en lugar de pasarla sufriendo las llamas del infierno. Y la razón por la que ellos elegirán la primera de estas dos opciones no es su amor por Dios sino su miedo a los terrores del infierno que Dios ha creado para amedrentarlos y no darles otra alternativa que rendirle gloria y honor, aun en contra de su voluntad y llenos de pavor—pero, ¡eso sí, siempre con una sonrisa en su rostro, porque Dios no quiere ver caras largas entre los que lo alaban día y noche no sólo por su santidad, perfección, y pureza, sino también por la grandeza de su amor, misericordia, y gracia![24]

            En fin, ¿qué diferencia hay entre este Dios que encontramos en el pensamiento cristiano fundamentalista y los dioses opresivos, caprichosos, y egocéntricos de las naciones que sólo quieren ser servidos por los seres humanos? ¿No es este Dios más bien un dios pagano, igual que Baal, Apsu, o Zeus? Es obvio que no es un Dios de amor, pues no busca el bienestar o la felicidad de los seres humanos. Cuando mucho, insiste que sólo podrán experimentar el bienestar y la felicidad si se dedican a rendirle homenaje cantando sus alabanzas, pues ése fue el propósito para el cual fueron creados. La única forma en que podrán ser “felices” es buscando hacer “feliz” a Dios, así como los pueblos paganos buscaban mantener contentos y satisfechos a los dioses caprichosos e iracundos que ellos servían.

El “amor” fundamentalista y el amor verdadero

            Esta misma visión de Dios está detrás del proyecto fundamentalista que consideramos arriba. Cuando los fundamentalistas afirman tener la verdad absoluta porque la verdad que proclaman es la que está en la Biblia, en realidad están reclamando para sí la misma santidad y perfección que asocian con su Dios. Supuestamente, mediante Cristo y su muerte, poseen esa santidad y perfección en su plenitud porque les son imputadas. Por ser los que Dios ha elegido para dar a conocer su verdad en el mundo, no se les puede cuestionar ni contradecir, porque eso sería cuestionar y contradecir a Dios mismo. Asimismo, al insistir en la inerrancia de la Biblia, están adjudicando esa inerrancia para sí mismos, pues si son los únicos que entienden la Biblia correctamente, cualquier lectura de la Biblia que sea contraria a la de ellos por definición tiene que ser errónea. Y al ponerse en ese lugar—el lugar de Dios mismo—, se sienten no sólo con el pleno derecho sino también la responsabilidad de exigir que todos se sometan a ellos, pues nadie puede someterse a Dios sin someterse también a los que él ha elegido como sus portavoces y representantes.

            Así como el Dios que proclaman los cristianos fundamentalistas amenaza con castigar a todos los que se nieguen a venerarlo y servirle, estos “cristianos”—si es que se les puede llamar así—amenazan con castigos divinos a cualquiera que se oponga a su agenda social y política, la cual supuestamente es “para el bien de todos.” Pero igual como el Dios que dicen representar en realidad no busca la felicidad y el bienestar de los seres humanos sino más bien quiere obligarlos a satisfacer sus deseos egoístas, cuando estos fundamentalistas hablan del “bien de todos,” lo que tienen en mente es que ese bien consiste en evitar caer bajo la ira y el castigo de un Dios que exige de todos sumisión y obediencia total—no sólo a él, sino también a los que hablan por él. El “bien” del que hablan, entonces, es sólo su propio bien, y el “bien de todos” consiste en servir los intereses de ellos. La lógica es que, como todos fueron creados para servir a Dios y ellos son los que Dios ha puesto como sus representantes, los únicos que pueden estar bien son los que se dedican a buscar que estos representantes de Dios estén bien y se unen a ellos.

            Por las mismas razones, el amor del que se habla en el pensamiento cristiano fundamentalista no es amor, pues no tiene como objetivo la felicidad y el bienestar de nadie más que los mismos fundamentalistas. Sólo “aman” a los que les dan lo que desean, y aun cuando dicen que aman a los que no están de acuerdo con ellos, lo que en realidad quieren decir es que éstos podrán contar con su “amor” y aprobación si “por su propio bien” se “arrepienten” y se dedican a hacer lo que, según ellos, Dios manda y exige. Su Dios no es un Dios de verdadero amor, sino un tirano opresor que “ama” solamente a quienes lo “aman” a él en el sentido de cumplir con sus deseos egoístas, haciendo su voluntad como él la ha dado a conocer en la Biblia—o para ser más preciso, en la Biblia tal como es interpretada por los fundamentalistas, ya que solamente ellos la entienden bien.

            Esta forma de entender la ley y la voluntad de Dios también es contraria a la que encontramos en la Biblia. Igual que un dios como Apsu, el Dios fundamentalista prescribe leyes y prohibiciones sólo porque no quiere que los seres humanos lo “molesten” con sus impurezas y su comportamiento “repugnante.” No permite que los seres humanos hagan nada contrario a su santidad y su pureza perfecta, no porque le interese el bienestar y la felicidad de ellos, sino porque lo único que le importa es esa santidad y pureza, pues sólo puede estar en paz, sentado tranquilamente en su trono de gloria, si no está rodeado de impurezas y suciedad. Si les manda a los seres humanos amarse unos a otros, no es porque así podrán ellos ser felices y gozar del shalom, sino porque así él no tendrá que estarse inmiscuyendo en conflictos humanos que le enfadan y fastidian.

            Podemos entender mejor este punto si, siguiendo la misma Biblia, comparamos la relación entre Dios y los seres humanos con la relación entre un padre y sus hijas e hijos. Lo que quiere un buen padre o una buena madre es ante todo el bienestar y la felicidad de sus hijas e hijos, pero por la misma razón, también quiere su amor. Pero el amor que un buen padre o una buena madre quiere ver no es un amor egoísta, sino un amor verdadero que haga felices a sus hijos e hijas. Por lo mismo, el padre no sólo querrá que sus hijos e hijas lo amen a él sino también que se amen los unos a los otros y que amen de la misma manera a todas las personas en general. Ese amor por sus hijas e hijos lo lleva a pedirles y hasta exigirles que hagan ciertas cosas y que se abstengan de hacer otras, por su propio bien y el bien de los demás. Quiere que hagan lo que realmente les conviene y lo que contribuye a su bienestar, y que eviten lo que no les conviene y lo que destruye su bienestar.

            En principio, un padre puede lograr la obediencia de sus hijas e hijos a través de amenazas y castigos, inspirando temor en ellas y ellos. Pero aunque de esa manera puede controlar su conducta y obligarlos a hacer lo que él diga, siempre lo harán motivados por el miedo y no por amor a su padre y a los demás. Le obedecerán de mala gana, viviendo no como sus amados hijos e hijas sino como sus siervos o esclavos, llenos de temor a lo que su padre les hará si no hacen lo que él manda. Lo que más querrán es librarse de sus exigencias despóticas y alejarse de él lo más posible, y lo que menos querrán es estar en su presencia, pues eso significaría tener que seguir soportando su tiranía.

            Un padre que realmente ama a sus hijas e hijos jamás quisiera tener ese tipo de relación con ellas y ellos. Al contrario, lo que le agradará es que sus hijos e hijas hagan lo que les pida con amor y afecto, de buena voluntad, sabiendo que si él les pide algo, no lo hace sólo para sí mismo sino porque quiere algo bueno para ellos y ellas y para los demás también. Sin duda, quiere que le sirvan en algunos momentos, pero al mismo tiempo él también se dedica a servirles a ellos porque los ama y quiere lo mejor para ellos. Y por esa misma razón, quiere que también lo amen a él, porque así podrán gozar de su amor por ellas y ellos, viviendo en una relación que hará felices a todos.

            En fin, quienes en verdad aman a Dios y los demás jamás podrán aceptar los proyectos fundamentalistas que supuestamente son para el bien de todos, pero en realidad responden a intereses muy particulares. Al contrario, ese amor los llevará a leer la Biblia de otra manera, hallando en ella el Dios de amor que no busca otra cosa que el bienestar y la felicidad de todos los seres humanos a quienes ha creado. Eso no es algo que se obtiene a través de la fuerza y la imposición, callando y descreditando las voces de otros, sino más bien por medio del diálogo, escuchando todas las voces. Pero más que nada, hay que insistir que es imposible llevar a otros a amar con un amor verdadero a través de leyes, mandamientos, exigencias, amenazas, o castigos. El miedo podrá lograr obediencia, pero jamás puede generar amor. La única forma en que podemos llevar a otros a vivir en amor es amándolos primero de manera incondicional, dedicándonos a buscar su bienestar, felicidad, y shalom a la vez que les exhortamos a buscar lo mismo para los demás.

David Brondos


[1] Sobre los orígenes del fundamentalismo cristiano en el contexto norteamericano, ver Eugene LaVerdiere, Fundamentalismo: Una preocupación pastoral (Collegeville, Minnesota: Liturgical Press, 2003), pp. 5-8. Entre los puntos de doctrina que consideraban fundamentales e incuestionables eran: la inerrancia del texto bíblico, la divinidad de Cristo y su nacimiento de una virgen, el valor expiatorio de la muerte de Cristo, su resurrección corporal, y su segunda venida; ver Enzo Pace y Renzo Guolo, Los fundamentalismos (México: Siglo XXI, 2006), pp. 18-19.

[2] LaVerdiere, Fundamentalismo, p. 9.

[3] Eduardo Arens, “Apuntes sobre el fundamentalismo,Páginas 188 (2004), pp. 44-45 (36-52).

[4] Ibid., p. 47.

[5] Leonardo Boff, Fundamentalismo. La globalización y el futuro de la humanidad (Santander: Sal Terrae, 2003), p. 25.

[6] Arens, “Apuntes,” p. 46.

[7] Pace y Guolo, Los fundamentalismos, pp. 10-11.

[8] José Antonio Abreu Colombri, El fundamentalismo protestante en Norteamérica (Sevilla: Punto Rojo Libros, 2017), pp. 16-17.

[9] Pace y Guolo, Los fundamentalismos, p. 20.

[10] Todas las obras y artículos citados anteriormente aquí, por ejemplo, contienen amplias críticas del pensamiento fundamentalista y los métodos que emplea para promover su agenda.

[11] Los puntos que siguen representan un resumen de ideas que aparecen en la Cátedra Báez-Camargo presentada en la Comunidad Teológica de México en 2013, “Repensar a Dios: El evangelio para el siglo XXI,” disponible en: http://94t.mx/repensar-a-dios-el-evangelio-para-el-siglo-xxi-4/.

[12] Enuma Elish, tabla I, 1-50.

[13] Martin Noth, por ejemplo, señala esto como una característica fundamental de las religiones del Medio Oriente en la antigüedad: “Se decía que los hombres habían sido creados por los dioses para su servicio. . . ; su misión era cumplir las exigencias de los dioses cuidándolos y sirviéndolos” (El mundo del Antiguo Testamento; Madrid: Cristiandad, 1976, p. 293). Asimismo, Mary Lefkowitz comenta que los griegos y los romanos creían que a sus dioses sólo les preocupaban sus propios intereses, por lo que no se involucraban en asuntos humanos a menos de que los seres humanos estuvieran afectando esos intereses (Greek Gods, Human Lives: What We Can Learn from Myths; New Haven, Connecticut: Yale University Press, 2005, p. 6).

[14] Charles Hodge, Teología Sistemática (Barcelona: Editorial CLIE, 1999), Vol. 1, pp. 313, 399.

[15] Ibid., p. 313.

[16] Ibid., p. 299.

[17] Ibid., p. 299.

[18] Ibid., Vol. 2, pp. 159-164 et passim.

[19] Ibid., Vol. 1, p. 301.

[20] Ibid., p. 301.

[21] Ibid., pp. 301-302.

[22] Ibid., p. 302.

[23] Ibid., p. 304.

[24] Curiosamente, a veces se maneja la idea de que aun los que están en el infierno están obligados a rendirle gloria y honor a Dios desde ahí. Eso significa que la única opción que tienen los seres humanos es rendirle gloria y honor desde el cielo por miedo a las consecuencias si no lo hacen, o rendirle gloria y honor mientras sufren los tormentos más horrendos desde el infierno.