
¿Por qué murió Jesús? Esta pregunta admite dos tipos de respuesta, una teológica y la otra histórica. La respuesta de tipo teológico afirmará que Jesús murió porque su muerte era necesaria para que Dios nos perdonara nuestros pecados, porque nos quería dar un ejemplo de amor para que lo imitáramos, o porque la humanidad que él había asumido en la encarnación tenía que ser transformada por su muerte y resurrección para que nosotros pudiéramos llegar a participar en esa humanidad renovada. En cambio, una respuesta de tipo histórico afirmará que Jesús murió porque su actividad en Galilea y Jerusalén ocasionó conflictos religiosos y socio-políticos, y las autori-dades judías y romanas acordaron condenarlo a muerte. En este caso, lo que ocasionó la crucifixión fue la vida y la praxis de Jesús.
Ambos tipos de respuesta son problemáticos. Si sólo consideramos las causas históricas de la muerte de Jesús, no se ve cómo esa muerte pudo haber sido redentora. ¿Qué valor salvífico puede tener el hecho de que este hombre fuera crucificado como un criminal por las autoridades de su tiempo? Si la crucifixión no es más que la ejecución de un hombre bueno y «divino» que murió luchando por la justicia, ¿cómo podemos decir que su muerte ha reconciliado a la humanidad con Dios o la ha redimido y salvado?
Sin embargo, la respuesta de tipo teológico también presenta problemas. Entre otros, Leonardo Boff ha criticado duramente este tipo de respuesta. Según Boff, decir que la crucifixión responde a una necesidad divina o «metafísica» convierte a Dios mismo en el «asesino» de Jesús: Jesús muere, no tanto porque las autoridades lo hayan querido, sino porque así lo quiso Dios:
Si se elimina violentamente el elemento histórico de la vida de Jesús, la muerte no aparece como una consecuencia de su vida, sino como un hecho preestablecido independientemente de las decisiones de los hombres, del rechazo de los judíos, de la traición de Judas y de la condenación por parte de Pilato. ¿Puede Dios encontrar alegría y satisfacción en la violenta y sanguinaria muerte de cruz?[1]
José Ignacio González Faus también ha criticado esta forma de entender la muerte de Jesús. Escribe:
Si la idea sacrificial es la que lo llena todo, entonces Dios ya está aplacado sin necesidad de que cambie el mundo. Este es el fondo último de la utilización que hoy se hace del sacrificio expiatorio: ya le hemos ofrecido a Dios un sacrificio digno de él y de valor infinito, ¿qué más quiere? ¿qué necesidad va a tener de que cambie este mundo que no tiene valor infinito?… [E]l mundo puede seguir tal como está y a Dios ya lo tenemos bien aplacado por otro conducto.[2]
En cambio, si se dijera que sí es necesario que el mundo cambie para que Dios esté aplacado, entonces la crucifixión parecería perder sentido: en ese caso, Cristo todavía no nos ha salvado de la ira y el castigo de Dios. Si nosotros tenemos que cambiar para que eso ocurra, entonces la tarea de aplacar a Dios nos corresponde a nosotros. La muerte de Jesús sólo puede ser salvífíca en el sentido de que, al reflexionar sobre esa muerte y el amor de Cristo que lo llevó a dar su vida, somos transformados en nuestro interior; pero entonces la muerte de Cristo nos salva por el cambio que produce en nosotros, y no el cambio que produce en Dios.
Otra crítica que se ha hecho del esquema de la sustitución penal es que, según esa interpretación, Dios nos tiene que salvar de sí mismo, de su propia ira y castigo. El «Padre no aparece, como en el Nuevo Testamento, como origen de la salvación, sino como el obstáculo a quien aplacar para conseguirla, como el término de la satisfacción.»[3]
Algunos han propuesto otras maneras de entender la obra salvadora de Jesucristo; el mismo González Faus, por ejemplo, prefiere hablar de la creación de una «humanidad nueva» en Jesús. Pero este tipo de explicación también termina haciendo a un lado las causas históricas de la crucifixión: en este caso Jesús muere, no porque Dios lo requiera, sino porque nuestra humanidad caída necesita ser renovada. Se da una respuesta de tipo teológico a la pregunta de por qué murió Jesús: tuvo que morir para que los seres humanos pudieran morir en solidaridad con él a la vieja humanidad y llegar por medio de la resurrección a participar en una humanidad nueva en unión con él. Jesús muere para pasar a una nueva existencia y posibilitar así la «elevación del hombre al orden sobrenatural» y «la irrupción de lo escatológico» en nuestro mundo; su muerte es «a la vez, historia y metahistoria,» de modo que según esto habría que decir que las causas de su muerte no fueron meramente «históricas» sino «metahistóricas».[4]
¿Pueden reconciliarse estos dos tipos de respuesta a la pregunta de por qué murió Jesús? ¿Podemos decir que la muerte de Jesús fue redentora y salvífíca precisamente porque fue consecuencia de una vida y un ministerio que generaron conflictos con las autoridades? Estas son las preguntas que queremos considerar a continuación.
La historia de la redención
Para entender la historia de la vida, muerte y resurrección de Jesús, es imprescindible empezar, no con su encarnación o nacimiento, sino con la historia del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento. Desde el principio del libro de Génesis, vemos el deseo de Dios de bendecir a toda la humanidad; sin embargo, siempre se interponía un obstáculo: el pecado, la maldad y la desobediencia de los seres humanos.
A pesar de esto, Dios estuvo decidido a llevar a cabo sus propósitos; eligió a Abraham, prometiendo bendecir, no sólo a él y a sus descendientes, sino a «todas las familias de la tierra» a través de él (Gén. 12:3). Cuando su descendencia cayó en la esclavitud en Egipto, Dios actuó para redimirlos. Los llevó al Monte Sinaí y les dio su ley, no para imponerles una carga sino con el fin de bendecirlos. Esa ley o «instrucción» («Tora») contenía mandamientos que asegurarían el bienestar integral o shalom de todos los miembros del pueblo. Muchas de las leyes aseguraban la limpieza, la higiene y la salud; otras estaban orientadas a preservar la integridad y bienestar de la familia y de la comunidad; y otras defendían a los débiles y los menos afortunados de la injusticia y la opresión. Esa ley era un medio para establecer justicia, que puede entenderse como shalom para todos; por eso el pueblo hebreo siempre veía en esa ley una gran bendición.
Si la obedecían, habría shalom y prosperidad en la tierra (Lev. 26:6; Deut. 29:9): «tendremos justicia cuando cuidemos de poner por obra todos estos mandamientos delante del Señor nuestro Dios, como él nos ha mandado» (Deut. 6:25). Esto es lo que Dios quería para su pueblo, y por eso les exigía que obedecieran sus mandamientos: no por el bien de él, sino por el bien de ellos, pues sólo si vivían como él les indicaba podían tener shalom, bienestar, paz y justicia, tanto a nivel individual como a nivel comunitario. Dios no podía bendecir a su pueblo con shalom y justicia si se oponían a su voluntad y se negaban a obedecerle, simplemente porque no puede haber bienestar si hay injusticia, violencia, maldad y opresión.
Lamentablemente, según los autores del Antiguo Testamento, el pueblo no quiso hacer lo que Dios mandaba. Dios respondía a su desobediencia con ira, tratando de corregirlos y hacerlos obedientes. Primero les advertía y les amenazaba con castigos; enviaba a sus profetas para insistir que su pueblo volviera a él y practicara el amor y la justicia. Sin embargo, pocas veces respondían, o cuando respondían, sólo lo hacían por un tiempo muy breve; de modo que por fin los mandó al exilio, pues después de muchos intentos no lograba hacerlos volver a él como él quería, para que vivieran de acuerdo a su voluntad para su propio bien. La oración de Esdras en el libro de Nehemías resume bien esta historia:
… Mas ellos y nuestros padres fueron soberbios, y endurecieron su cerviz, y no escucharon tus mandamientos. Te provocaron a ira, y se rebelaron contra ti, y echaron tu ley tras sus espaldas, y mataron a tus profetas que protestaban contra ellos para convertirlos a ti, e hicieron grandes abominaciones… Les soportaste por muchos años, y les testificaste con tu Espíritu por medio de tus profetas, pero no escucharon; por lo cual los entregaste en mano de los pueblos de la tierra. Mas por tus muchas misericordias no los consumiste, ni los desamparaste; porque eres Dios clemente y misericordioso (Neh. 9:16, 26, 30-31).
A través de todo el Antiguo Testamento, entonces, vemos el deseo de Dios de bendecir a su pueblo (y luego a otros pueblos por medio de ellos); quería que tuvieran shalom, salud, bienestar, paz y justicia. Pero no podían tener nada de esto si no se sometían a su voluntad, comprometiéndose a hacer lo que él les mandaba. Por eso Dios castigaba sus pecados, tratando de hacerlos cambiar. Sin embargo, a pesar de la desobediencia y maldad de este pueblo, en su gran amor y misericordia Dios nunca los abandonó por completo ni dejó de intentar hacerlos volver a él para que tuvieran ese shalom. Aun en medio de la ira, las amenazas y los castigos, Dios les prometía que algún día lograría su propósito en ellos: haría con ellos un nuevo pacto, dando su ley en su mente y escribiéndola en su corazón, derramando su Espíritu Santo sobre ellos para que pudieran obedecerle y hacer su voluntad, y enviándoles un rey que los pastorearía. Así por fin les podría bendecir con paz y justicia como él quería.
Esa era la esperanza de Israel al comenzar Jesús su ministerio. En la mente de los israelitas, todavía estaban en una especie de «exilio» sujeto a poderes extranjeros que los oprimían. Estaban esperando su redención (Lc. 2:28; 24:21); querían ser librados de sus enemigos, no para convertirse ellos mismos en opresores de otros, sino para servir humildemente a Dios sin temor, en santidad y en justicia delante de él todos sus días (Lc. 1:75). Creían que Dios todavía los estaba castigando por sus pecados para purificarlos y hacerlos más obedientes; pero esperaban que Dios pronto cumpliera sus promesas, perdonándoles esos pecados y dándoles no sólo el shalom sino también la obediencia necesaria para preservar ese shalom de manera permanente.
Todo esto es lo que Jesús quería para el pueblo. Quería que tuvieran ese bienestar integral que Dios había prometido. Por eso sanaba a enfermos, echaba fuera demonios y ayudaba a los que padecían necesidad. Quería ser el instrumento de Dios para bendecir al pueblo y darles el shalom prometido en cuerpo y alma. Pero por eso también enseñaba e insistía que la gente obedeciera su palabra y le siguiera como discípulos suyos: sabía que para que tuvieran shalom, necesitaban vivir de una manera diferente, practicando el amor y la justicia. Al proclamar el reinado de Dios, no sólo enseñaba acerca de lo que Dios haría sino también acerca de lo que los seres humanos debían hacer, pues para que Dios reine como quiere para bendecir a su pueblo es necesario que el pueblo se someta a ese reinado haciendo su voluntad.
A través de todo su ministerio, entonces, Jesús buscaba ser el instrumento de Dios para dar shalom, justicia, bienestar y bendiciones al pueblo. De hecho, insistía que para tener todo esto, era imprescindible seguirle. Seguirle a él era más importante que seguir la ley de Moisés. Si la ley mandaba honrar al padre y a la madre, Jesús mandaba que sus discípulos lo honraran, amaran y obedecieran a él más que a su padre y a su madre. Si la ley era un obstáculo para ayudar a alguien en necesidad en el día de reposo, había que desobedecerla. Mientras la ley excluía de la comunidad a gente como los leprosos y la mujer con flujo de sangre, Jesús los incluía restaurándoles su salud y haciéndolos completos nuevamente; de esta manera hacía lo que la ley jamás podía hacer. En lugar de tomar sobre sí el yugo de los mandamientos, todos debían tomar el yugo de Jesús, pues él les daría el reposo y el bienestar prometidos que la ley nunca había podido dar (Mt. 11:28-30).
Jesús no sólo se ponía a sí mismo por encima de la ley; también se ponía por encima del templo, la morada de Dios (Mt. 12:6). Perdonaba pecados directamente, haciendo a un lado el sistema sacrificial que Dios había ordenado para este fin. De esta manera, como dice San Juan, se hacía igual a Dios (Jn. 5:18). Así como sólo Dios podía trabajar en el día de reposo, Jesús afirmaba tener autoridad para hacerlo también. Decía tener autoridad para determinar quiénes entrarían o no entrarían en el reino de los cielos (Mt. 7:21-23), y para contradecir lo que Dios mismo había ordenado a través de Moisés en cuanto a comidas y otras costumbres (Mr. 7:15). Inclusive le dijo al joven rico que aunque éste guardara toda la ley, si no le seguía como su discípulo no heredaría el reino de Dios (Mr. 10:17-22). En las palabras de Jesús, recibirlo a él era recibir a Dios; rechazarlo a él era rechazar a Dios. En fin, Jesús afirmaba que la única forma de obtener la salvación prometida era siguiéndole a él como su discípulo.
Todo esto era insoportable para muchos judíos, en particular las autoridades. La actividad de Jesús generó mucha controversia y conflictos. Sin duda, en parte estos conflictos se debían al hecho de que Jesús denunciaba las injusticias y exigía justicia; pero las causas del conflicto eran más complicadas que eso. E. P. Sanders, por ejemplo, ha insistido que sería demasiado simplista afirmar que Jesús murió solamente porque él era bueno y justo y sus oponentes estaban en contra de la bondad y la justicia.[5] Para las autoridades religiosas judías, mucho de lo que hacía y decía Jesús era verdaderamente ofensivo. El decir que él estaba por encima de la misma ley que Dios había dado a través de Moisés, y que era mayor que el templo en el cual moraba Dios mismo, parecía una seria afrenta a Dios. Y el hecho de que lo aclamaban como Mesías debía preocupar, no sólo a las autoridades judías, sino también a los romanos, que siempre temían revueltas y rebeliones populares. Su acción en el templo también no pudo sino ofender o inquietar a las autoridades. Todos estos factores contribuyeron para que tomaran la decisión de arrestarlo, juzgarlo y crucificarlo.
Frente a esta situación, a Jesús se le presentaban diversas opciones. Podía correr, huir o esconderse. Podía callarse y poner fin a su actividad a favor de los demás. Inclusive, cuando se presentó delante de las autoridades después de su arresto, pudo haber tratado de salvar su vida, negociando de alguna forma su libertad. Pero Jesús no quiso hacer nada de esto. Tampoco quería morir, como su oración en Getsemaní demuestra: «Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa.» Jesús quería vivir, no morir, quería seguir trabajando para el reino de Dios, sirviéndole a Dios para traer shalom y justicia al mundo, y compartiendo su vida con sus seguidores. Pero al mismo tiempo añadió en su oración: «mas no lo que yo quiero, sino lo que tú» (Mr. 14:36). Boff expresa muy bien el significado de esta oración:
Jesús no quería la muerte, sino la predicación e irrupción del reino, la liberación que el reino significaba para los hombres, la conversión y la aceptación del Padre de infinita bondad. Por este mensaje y por la praxis inherente a él, estaba dispuesto a sacrificar todo, incluso su propia vida. Si la verdad que predica, atestigua y vive le exige morir, aceptará la muerte. No porque la busque directamente, sino porque es consecuencia de una lealtad y fidelidad más fuertes que la misma muerte.[6]
Al fin y al cabo, entonces, Jesús aceptó la cruz, poniendo todo en manos de su Padre: su propia vida, su trabajo a favor del reino al cual había dedicado su vida, y la salvación y redención de sus seguidores. En esencia, Jesús puso toda su confianza en el Padre que le había dado su misión, y le pidió que todo lo que había buscado para otros llegara a ser realidad. Ofreció su vida al Padre (como se la había ofrecido en todo momento) en fidelidad y obediencia a su misión de ser su instrumento para cumplir sus promesas de salvar y redimir a su pueblo y darles el shalotn perfecto, y le rogó que le permitiera terminar la obra a favor de los demás que había comenzado.
¿Y cómo respondió Dios? Tres días después, lo resucitó de los muertos, en efecto diciendo «¡Sí!» a todo lo que Jesús le había pedido: «¡Sí!» a la continuación y culminación de su actividad a favor del reino, «¡Sí!» al proyecto al que había dedicado su vida, y «¡Sí!» a la redención y salvación de sus seguidores. Según el Nuevo Testamento, Dios le dio toda potestad y autoridad para derramar el Espíritu Santo sobre los que creen en él y desean vivir bajo su señorío; y algún día vendrá de nuevo en ese poder para instaurar el reino de una manera definitiva, resucitando a los muertos y sometiendo todas las cosas debajo de sus pies para que Dios llegue a ser «todo en todos» (1 Co. 15:28).
Todo lo que Dios había prometido a Israel, entonces, viene a ser realidad en Jesús ahora que ha sido coronado de gloria y poder: la redención, la nueva vida, el perdón, una nueva creación de shalom y justicia; «todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén» (2 Co. 1:20). Y estas promesas no son solamente para Israel: ahora personas de todas las razas y pueblos pueden heredarlas. Lo que Dios había prometido a Abraham se está haciendo realidad: no sólo Israel, sino todas las naciones son benditas por medio de su simiente, Jesucristo, el cual trae shalom y justicia para todos, derramando su Espíritu sobre ellos y haciéndolos hijos y herederos junto con los israelitas que también siguen a Jesús como su Señor y Salvador.
Esto significa que, a través de su fidelidad a la muerte, Jesús ha obtenido lo que siempre buscó durante toda su vida: la salvación del pueblo que viviría bajo la voluntad de Dios para recibir todas las bendiciones que Dios siempre había querido compartir con su pueblo. Al vivir bajo el señorío de Jesucristo en el presente, ya gozan en gran parte del shalom prometido, pues al obedecer su Palabra y al ser guiados por el Espíritu que les ha dado pueden vivir en paz unos con otros y ser sus instrumentos para traer shalom y justicia a otros para que también participen en este reino. También pueden estar completamente seguros que Dios los acepta y recibe a pesar de sus imperfecciones y pecados, los cuales él perdona libremente sabiendo que algún día Jesucristo los perfeccionará para que sean el pueblo fiel que él siempre había deseado. Y pueden saber que, aunque todavía no ha llegado ese reino de shalom y justicia en su plenitud, sí llegará a través de Jesucristo su Señor, pues ahora que ha sido exaltado en poder ha venido a «ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen» (Heb. 5:9), y nada ni nadie puede impedir que establezca ese reino en toda su gloria. Su vida y su fidelidad hasta la muerte le han permitido obtener a través de su glorificación la salvación que siempre buscó para sus seguidores.
La muerte de Jesús y nuestra salvación
Este breve bosquejo de la historia de nuestra redención nos permite volver a la problemática que vimos al principio de este artículo. Si entendemos la salvación en estos términos, podemos concordar con Boff: lo que ocasionó la crucifixión fue la actividad de Jesús, sus palabras y obras, su praxis. Dios no es el asesino de Jesús; en realidad, podríamos decir con Boff que Dios no quiso que su Hijo muriera: «Dios no quiere directamente la muerte de Cristo. Quiere su fidelidad hasta el fin».[7] En otras palabras, Dios no envió a su Hijo al mundo a morir por nosotros; más bien, lo envió a vivir por nosotros. Jesús no vino a morir, sino a dar su vida en el sentido de dedicarla al servicio de Dios y de los demás hasta su último respiro, para que todos pudiéramos gozar del shalom prometido. Este shalom es y será nuestro si creemos en él y le seguimos, guiados por su Palabra y por su Espíritu, viviendo como miembros de su cuerpo y haciendo su voluntad, practicando el amor y la justicia.
Sin embargo, aunque en un sentido se puede decir que Dios no quiso la muerte de su Hijo, en otro se puede decir que sí la quiso. Cuando la actividad de su Hijo generó conflictos y oposición, quiso que su Hijo fuera fiel a su misión en lugar de echarse para atrás y dejar de dedicarse por completo a la tarea que su Padre le había encomendado. Si su Hijo no hubiera sido fiel hasta el último momento, si hubiera dejado de dar su vida por otros y consagrarse por completo a la tarea de hacer de su salvación una realidad, ¿cómo podría haber sido exaltado ahora a la diestra de su Padre? ¿Cómo iba el Padre a glorificar a un Hijo que se hubiera negado a hacer su voluntad, a un Hijo que lo hubiera deshonrado por temor a la muerte en lugar de glorificarlo? ¿Cómo lo iba a convertir en «autor de eterna salvación» para otros por medio de la resurrección si hubiera renunciado a la tarea de buscar la salvación de otros para salvar su propia vida, pensando sólo en sí mismo y olvidándose de los demás? Lo que hizo posible la resurrección y la exaltación de Jesús, y por lo tanto la salvación de todos los que le siguen ahora, fue la fidelidad absoluta de Jesús a su misión. Por lo tanto, tiene mucha razón Boff: lo que agradó al Padre no fue la muerte ni los sufrimientos de su Hijo en sí; más bien, lo que le agradó fue la fidelidad absoluta de su Hijo en medio del sufrimiento y la muerte. Sólo en este sentido podemos decir que el Padre quiso que su Hijo muriera.
Por eso, el Nuevo Testamento insiste en el valor salvífico, no de su muerte en sí, sino de su obediencia hasta la muerte (Rom. 5:19; Fil. 2:8; Heb. 5:8). Eso es lo que resalta la tradición occidental que va desde San Anselmo hasta los reformadores: «él nos ha redimido, justificado y salvado de nuestros pecados como Dios y hombre, mediante su completa obediencia.»[8] Somos salvos, no simplemente porque Jesús «falleció,» sino porque fue obediente hasta la muerte buscando la redención, la justificación y la salvación del pueblo de Dios, y Dios le concedió todo esto aceptando su petición y ofrenda mediante su resurrección.
Entonces, ¿fue necesaria la muerte de Jesús para nuestra salvación? Nuevamente, podemos responder tanto «Sí» como «No». Lo que realmente era necesario para nuestra salvación era que llegáramos a ser las personas que Dios quería que fuéramos: hijos e hijas obedientes, comprometidos con su voluntad, dedicados a ser sus instrumentos para dar su shalom y justicia a este mundo. Esa era la condición que tenía que cumplirse para que fuéramos salvos, esto es, para que alcanzáramos el shalom prometido. Eso era lo único que jamás podía «satisfacer» a Dios. Y para que esta condición se cumpliera en nosotros, lo que era necesario no era que Jesús muriera, sino que viviera, enseñándonos cuál es la voluntad de Dios y cómo tenemos que vivir para tener ese shalom; asimismo, era necesario que resucitara de los muertos y fuera exaltado a la diestra de Dios, para que pudiera derramar el Espíritu Santo sobre nosotros y congregarnos como miembros de su cuerpo, donde puede alimentarnos mediante su Palabra y los sacramentos en comunión con nuestros hermanos y hermanas; así nos da la capacidad de vivir como Dios desea. En este sentido, su muerte en la cruz no era necesaria para nuestra salvación; lo que era necesario era que Jesucristo viniera a nuestro mundo buscando nuestra transformación y que resucitara después de morir para poder consumar y perfeccionar esa transformación en nosotros.
Sin embargo, en otro sentido se puede decir que su muerte sí fue necesaria; esto se debe a que, por su forma de ser, el Hijo de Dios no podía venir a habitar entre nosotros sin entrar en conflicto con los poderes de este mundo. Jon Sobrino expresa bien este punto:
Al ubicarse Jesús en esta situación su existencia se hace necesariamente conflictiva. Si encarnación es aceptar y reaccionar ante la situación dada, la polémica de Jesús con el poder religioso no es meramente didáctica, sino que surge de la misma dinámica de la encarnación… El hecho de que Jesús haya muerto no es sólo una decisión de Dios independiente de la historia, sino que es la consecuencia de una decisión mucho más fundamental: la de encarnarse en una situación… La situación de encarnación es conflictiva porque en la historia el pecado tiene poder y triunfa en la forma de opresión, caracterizada fundamentalmente como opresión religiosa y política. El camino de Jesús está situado en un mundo de pecado, ante el cual Jesús tiene que optar o por dar un rodeo o por recorrer el camino tal como es. De esta forma va a la cruz.[9]
En fin, lo que era necesario para nuestra salvación era que Jesús viniera a nuestro mundo a hacer la voluntad de Dios; pero debido al hecho de que dedicarse por completo a hacer la voluntad de Dios en una situación donde impera la maldad necesariamente lleva al conflicto y la violencia, la muerte violenta de Jesús fue una consecuencia necesaria de su venida, tal como tanto él como su Padre lo habían previsto desde el principio.
Entonces, ¿podemos decir que su muerte es redentora? Nuevamente, tenemos que contestar «Sí» y «No.» La muerte humana en sí no tiene ningún valor positivo—¿cómo puede ser buena la muerte?—y mucho menos una muerte violenta e injusta como la que sufrió Jesucristo. De hecho, el Nuevo Testamento jamás afirma que su muerte nos salva o nos redime; cuando dice que somos salvos o redimidos «por» su muerte o su sangre, el griego significa por medio de su muerte o a través de su sangre (día + genitivo o en + dativo; nunca hupo + genitivo). En otras palabras, ni la muerte de Jesús ni su sangre nos salva, ni nos redime, ni nos reconcilia con Dios; más bien, es Jesús mismo, a través de su muerte o sangre, esto es, a través de su fidelidad hasta la muerte, el que ha logrado nuestra salvación, redención y nuestra reconciliación con Dios. Y todo esto lo ha logrado porque por medio de su fidelidad hasta la muerte, fue exaltado «hasta lo sumo» (Fil. 2:9), lo cual le permite perfeccionar y culminar la obra redentora y reconciliadora que comenzó aquí en la tierra.
Sin embargo, precisamente porque por medio de su fidelidad hasta la sangre fue recibido por nosotros arriba, asegurando así nuestra salvación, podemos decir que su muerte es redentora. Pero es redentora solamente por la vida que vivió antes de morir, en la que se consagró por completo a ser el instrumento de Dios para dar shalom a su pueblo, y por la nueva vida que resultó de esa muerte, en la que tiene todo poder para establecer su reino de shalom entre nosotros de una manera definitiva. En el momento en que separamos su muerte del contexto de su vida terrenal y su glorificación, ya no es posible considerarla como redentora, porque por sí sola su muerte no salva a nadie. Como hemos dicho arriba, lo que Dios requería para salvarnos no era la muerte de un substituto, sino una nueva forma de vida en nosotros; y esa nueva forma de vida es una posibilidad ahora gracias a la vida de servicio de Jesucristo y su fidelidad hasta la muerte, así como la resurrección en poder y gloria que resultó de esa vida y esa muerte.
Esto no hay que olvidarlo al ver los pasajes neotestamentarios que relacionan nuestra redención, reconciliación y justificación con la cruz. Todo esto es lo que Jesús buscó para otros, no sólo en su muerte, sino a través de toda su vida y ministerio: toda su actividad estuvo orientada a formar alrededor de sí mismo un pueblo justo y obediente al que Dios pudiera redimir y justificar; en todo momento buscó reconciliar a los pecadores con su Padre celestial. Y el hecho de que Jesús fue fiel y obediente hasta la muerte buscando todo esto por otros hizo posible que Dios lo resucitara y exaltara para que Jesús pudiera cumplir su deseo de terminar su obra de transformarnos, y de esta manera lograr nuestra redención, nuestra reconciliación con Dios y nuestra justificación. De hecho, ahora que ha sido glorificado, todas estas cosas son totalmente seguras para todos los que le siguen y se someten a él, pues nada ni nadie puede impedir ahora que termine lo que comenzó.
Sin embargo, es importante recalcar que su fidelidad hasta la muerte no sólo aseguró nuestra transformación, sino también nuestro perdón; en él «tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia» (Ef. 1:7). Como hemos visto, Jesús se ofreció a Dios en su muerte implorándole, no sólo que lo recibiera a él personalmente, sino también a todos los que le seguían y seguirían; y cuando Dios respondió «Sí» a esa petición resucitando a Jesús de los muertos, ese «¡Sí!» a Jesús fue un «¡Sí!» a nosotros y a nuestro perdón y salvación. Desde ese momento Dios ya no está airado con el pueblo que vive bajo Jesús, sino que les perdona libremente sus pecados. Y ese «¡Sí!» pronunciado por Dios hacia nosotros es tan irreversible como la misma resurrección, de modo que ahora podemos acercarnos con toda confianza a Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor, sabiendo que nos recibirá porque en Jesús ya nos ha recibido.
Esto significa que, aun cuando tomamos en cuenta las causas históricas de la crucifixión de Jesús, todavía podemos aplicar conceptos como propiciación y satisfacción a su muerte. Dios ha sido «propiciado» y está «satisfecho», gracias a la muerte de Jesús; ya no está airado contra su pueblo por sus pecados. Pero no es la muerte de Jesús en sí lo que quita su ira o le satisface. Más bien, lo que quita la ira de Dios y le satisface es el hecho de que, gracias a todo lo que su I lijo ha hecho, y en particular su obediencia hasta la cruz que resultó en su exaltación en poder, por fin llegará a existir el pueblo obediente que siempre había querido. Este pueblo existirá porque, por medio de su fe en Jesús, que vivió y murió por ellos y está ahora como consecuencia a la derecha de Dios Padre, los creyentes «somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen» (2 Co. 3:18), y algún día esa transformación será perfecta. Por eso Dios nos perdona y nos acepta como justos desde ahora. Martín Lutero expresó muy bien este pensamiento al hablar de Cristo mismo como nuestra propiciación:
Todo aquel que cree en Cristo es justo; todavía no lo es plenamente en cuanto a los hechos, pero sí lo es en esperanza. Ha comenzado, en efecto, a ser justificado y sanado. Pero entretanto que es justificado y sanado, no le son imputados, a causa de Cristo, los pecados que todavía quedan en su carne… Ya que mediante la fe se produce en los creyentes un comienzo de justicia y de cumplimiento de la ley, lo que aún resta de pecado y de ley por cumplir no les es imputado, precisamente a causa de Cristo en quien creen. Pues esta fe misma, una vez nacida, se impone la tarea de expulsar de la carne lo que resta del pecado.[10]
Esta transformación es lo que satisface a Dios y quita su ira; y esa transformación sólo es posible ahora porque Jesús dedicó su vida y fue fiel hasta la muerte buscando transformar a otros, y como consecuencia ha sido exaltado en gloria y poder para poder consumar ahora esa transformación en los que le siguen mediante la fe. De esta manera, lo que «aplaca» a Dios termina siendo, no la muerte de Jesús en sí, sino el hecho de que gracias a la fidelidad de Jesús hasta la muerte, el mundo sí va a cambiar y llegar a ser el mundo que Dios quiso que fuera desde el principio.
En fin, podemos concluir que si queremos entender cómo somos salvos mediante la muerte de Jesucristo en la cruz, debemos mirar las causas históricas de esa muerte. No requerimos de una «metahistoria» para explicar la cruz. ¿Por qué murió Jesús? Simplemente porque dedicó su vida a ser el instrumento de Dios para dar shalom y salvación a su pueblo. Su fidelidad absoluta a esa tarea le costó la vida, pero también hizo posible su glorificación a la diestra de Dios, lo cual significa que el shalom, el perdón y la salvación que buscó para nosotros es y será una realidad en él.
David Brondos
Articulo publicado en la revista de la Comunidad Teológica de México, Oikodomein 4/5 (1998), 97-110.
Publicado en 94t.mx el 16 de julio de 2018
NOTAS
[1] Leonardo Boff, Jesucristo y la liberación del hombre, 2a. ed. Madrid: Cristiandad, 1987, pp. 390-392, 419; estas citas son de su obra Paixao de Cristo – Paixáo do Mundo.
[2] José Ignacio González Faus. Acceso a Jesús: Ensayo de teología narrativa. 5a ed. Salamanca: Sigúeme, 1983, p. 29.
[3] José Ignacio González Faus. La Humanidad Nueva: Ensayo de Cristología. Vol. 2, 5a ed. Madrid: Eapsa, 1981, p. 537.
[4] González Faus, 1981, Vol. l, pp. 145, 153, 159.
[5] Ver E. P. Sanders, Jesus and Judaism. Philadelphia: Fortress, 1985, pp. 200ss. 296ss. Muchos teólogos modernos a veces hablan en estos términos, dividiendo a la gente en dos grupos, oprimidos/opresores, los que estaban en favor de la bondad y la justicia y los que estaban en contra, etc. Las situaciones siempre son más complejas que esto.
[6] Boff, p. 340.
[7] Ibid, p. 370.
[8] «Declaración sólida,» Fórmula de la Concordia, Art. III, 4. Cf. Anselmo, Cur Deus homo? I, 8-10; Confesión de Westminster IX, 5.
[9] Jon Sobrino, Cristología desde América Latina, México: Centro de Reflexión Teológica, 1977, pp.. 175, 181-182.
[10] Obras de Martín Lutero, Vol. 8, Buenos Aires: Ediciones La Aurora, 1982, pp. 104, 108.