Cátedra Gonzalo Báez Camargo 2013 de la Comunidad Teológica de México

            Al recordar la vida y el trabajo de don Gonzalo Báez Camargo hoy, hay muchos aspectos que podríamos recordar y celebrar. Sin embargo, en lo personal, lo que a mí me llama mucho la atención es el hecho de que su gran interés en los temas políticos y sociales de su tiempo lo llevó a seguir profundizando en su estudio de la Biblia y la teología. Al mismo tiempo que escribía artículos en el periódico El Excelsior tocando temas políticos, sociales y económicos y abogando por una sociedad diferente, seguía publicando libros y artículos sobre temas como el canon bíblico, los rollos del Mar Muerto y la teología de Juan Wesley.[1] Para mí, eso da testimonio de su convicción de que, si uno quiere trabajar para transformar la sociedad y el mundo, no puede dejar a un lado la teología. Al contrario, la reflexión teológica y bíblica es indispensable, pues es ahí donde uno encuentra la fuente y las bases necesarias para visualizar ese mundo distinto.

            En otras palabras, si realmente queremos luchar contra los males y las injusticias de nuestro tiempo y trabajar a favor de una visión alternativa de la sociedad y la vida humana, necesitamos mantener nuestras raíces firmemente plantadas en la reflexión bíblica y teológica, porque desde esas raíces van a fluir las ideas que permitirán que las transformaciones que buscamos se hagan realidad. De otra forma, simplemente caemos en un activismo social que no tiene la firmeza y la solidez que debe por carecer de un fundamento sólido. El estudio serio de la Biblia y la teología no es una pérdida de tiempo o algo irrelevante para nuestra realidad, como muchos piensan en nuestro mundo moderno. Al contrario, más que ninguna otra cosa, la teología es lo que en el fondo da forma y sentido a todo lo que los seres humanos hacemos y construimos en la vida, aunque muchas veces no estamos conscientes de esto porque aceptamos las teologías populares que hemos recibido de manera acrítica. Por eso, como evidencía la obra de don Gonzalo Báez Camargo, si queremos una sociedad más justa y un mundo diferente, tenemos que hacer teología, y la tenemos que hacer bien.

            La tesis que quiero desarrollar y defender en esta cátedra parte de esa misma convicción. Y ésta es que, en pocas palabras, si realmente queremos ver este mundo transformado en un mundo distinto, más justo y mejor, tenemos que transformar primero nuestro concepto de Dios. Quiero argumentar que en la tradición occidental, tanto en la Iglesia Católica Romana como en las iglesias protestantes y evangélicas, hemos heredado un concepto muy problemático de Dios. Este ha influido de manera negativa tanto en nuestra interpretación de la Biblia y nuestra labor teológica como en el tipo de iglesias y sociedades que hemos construido en base a ese Dios. Y por eso, nuestra tarea más urgente como teólogos y teólogas y líderes en las iglesias es rechazar los dioses falsos que hemos heredado y que existen por dondequiera en nuestro mundo para anunciar un Dios diferente, un Dios capaz de transformar nuestra realidad para bien, tanto en nuestras iglesias como nuestra sociedad. De ahí el título que he elegido para la Cátedra de este año: “Repensar a Dios: El evangelio para el siglo XXI.”

El Dios de San Anselmo

            Para hablar de este Dios problemático que hemos heredado en el cristianismo de occidente, quiero empezar con una obra de San Anselmo, Arzobispo de Cantórbery a fines del siglo XI y principios del siglo XII. Esta obra lleva como título en latín Cur Deus homo, generalmente traducido como “¿Por qué Dios se hizo hombre?” Esa es la pregunta a la que Anselmo pretende responder: ¿Por qué fue necesario que en Cristo Dios se hiciera hombre y muriera para salvarnos? Aunque aquí no es posible entrar en todos los pormenores del argumento de Anselmo, en forma muy resumida, Anselmo afirma que, por su justicia, Dios exige que todos los seres humanos le den el honor y la obediencia que él se merece, haciendo su voluntad. “El que no da a Dios este honor debido, quita a Dios lo que es suyo, y le deshonra; y esto es precisamente el pecado. Y mientras no devuelve lo que ha quitado, permanece en la culpa…. Así, pues, todo el que peca debe devolver a Dios el honor que le ha quitado, y ésa es la satisfacción que todo pecador debe dar a Dios.”[2] Según Anselmo, Dios exige esto no por causa de él sino por el bien de todos, pues si simplemente perdonara libremente a todos los que no le dan el honor y la obediencia que le deben, habría un caos. Cuando el ser humano no se somete a la voluntad de Dios, pagándole lo que debe, “perturba en lo que está de su parte el orden y la belleza del universo.”[3]

            Según Anselmo, la realidad es que los seres humanos no le han dado a Dios el honor y la obediencia que le deben. Más bien, han pecado, contrayendo una deuda enorme que no pueden pagar. Y debido a su naturaleza perfectamente justa, Dios tiene que exigir que paguen esa deuda. No puede simplemente perdonar o pasar por alto el pecado humano. Eso sería injusto de parte de Dios, y por naturaleza es imposible que Dios haga algo injusto. En las palabras de San Anselmo, debido a que “hay desorden cuando se descuida el castigo,” “no conviene que Dios deje en su reino algo desordenado” ni que “deje el pecado humano impune.”[4] Por lo tanto, “si no conviene que Dios haga algo injusta o desordenadamente, no puede su libertad, o benignidad, o voluntad perdonar al pecador que no da a Dios lo que le quitó.”[5] Por la gravedad del pecado,[6] sería una burla que Dios simplemente fuera misericordioso y perdonara el pecado: “esta misericordia de Dios es demasiado contraria a su justicia, que no permite más que [el castigo] debido al pecado. Por lo cual, así como es imposible que Dios se contradiga, así también lo es que sea misericordioso en esa forma.”[7] “Por consiguiente, es necesario que a todo pecado le siga la satisfacción o la pena,” el castigo.[8] Esas son las únicas dos alternativas: o los seres humanos le pagan a Dios lo que le deben, o él tiene que castigarlos.

            Aquí vemos una especie de dilema dentro de Dios: por una parte, en su amor quiere perdonar a los seres humanos, pero su justicia se lo impide. Antes de que Dios actúe en amor, su justicia tiene que ser satisfecha. La única forma de resolver este problema era que el Hijo de Dios se hiciera hombre y que le diera a Dios la satisfacción que su justicia exigía. Según Anselmo, esto lo hizo Jesucristo en su vida, pasión y muerte, cuando le pagó a Dios el honor y la obediencia que los seres humanos le debían, y hasta más;[9] perseveró “con tanta constancia” en la justicia que “por ella incurrió en la muerte.”[10] Ya que nuestra deuda con Dios ha sido pagada por medio de Cristo, quien hizo satisfacción por nuestros pecados, el ser humano está “libre de pecados, de la ira de Dios, del infierno y del poder del demonio.”[11]

            Tal vez muchos de los que estamos presentes estamos familiarizados con este argumento de Anselmo, pero hay un par de puntos de su argumento que muchas veces se pasan por alto. El primero es que, aunque en un principio Anselmo afirma que Dios tiene que exigir que le den el honor y la obediencia que se merece por el bien de los mismos seres humanos, pues sólo así se puede preservar el orden y la belleza en el universo, al fin de cuentas la obra de de Jesucristo no logra que nosotros los seres humanos le demos a Dios ese honor y esa obediencia. Después de que Jesucristo ha pagado nuestra deuda, nosotros seguimos siendo los mismos pecadores que antes y el mundo no se ha convertido en el lugar de orden y belleza que Dios quiere; pero aun así, Dios está satisfecho porque Cristo ha pagado en nuestro lugar lo que le debíamos. En realidad, lo que se logra  no es que los seres humanos dejen de pecar y destruir con su pecado el orden y la belleza del mundo; más bien, lo que se logra es que Dios ahora pase por alto ese pecado destructivo. Y eso significa que Dios termina haciendo lo que no podía hacer en un principio: antes por su justicia no podía perdonar el pecado y la desobediencia, pero ahora puede perdonarlo. El que ha cambiado es Dios y no los seres humanos.

            En un esfuerzo por resolver este problema, San Anselmo cae en otra dificultad igualmente seria. Por una parte, en determinados momentos, Anselmo afirma que Cristo hizo satisfacción por todas las deudas de todos los seres humanos, o que pagó lo que era debido por los pecados del mundo entero: “la vida de este hombre” fue “tan sublime, tan excelente” que “era más que suficiente para satisfacer por los pecados del mundo entero, aunque hubiesen sido infinitos.”[12] Cristo “dio a Dios tal honor como no le pudo dar ninguna criatura y… satisfizo por los pecados de todos los hombres.”[13] Sin embargo, en otro pasaje, Anselmo afirma que Cristo sólo hizo satisfacción por pecados pasados. Según Anselmo, si el ser humano vuelve a pecar después de haber quedado “libre de las culpas pasadas” gracias a la satisfacción hecha por Cristo,  será “perdonado de nuevo… con tal de que quiera corregirse y satisfacer dignamente.”[14] Esta última frase es importante: Cristo hizo satisfacción y pagó por los pecados pasados, pero si volvemos a caer en pecado, nosotros mismos tenemos que hacer satisfacción y pagar por ese pecado. Eso significa que los seres humanos tenemos que seguir pagando por nuestros pecados actuales, haciendo satisfac-ción por ellos, aun cuando la satisfacción imper-fecta que hacemos es aceptada por Dios en virtud de la satisfacción perfecta que hizo Cristo por nosotros.

El Dios de la Reforma Protestante

            La obra de San Anselmo sirvió como base para el pensamiento catolicorromano sobre la satisfacción y la remisión de pecados que predo-minó en los siglos anteriores a la Reforma. Según esta doctrina, articulada de manera más clara en el Concilio de Trento, en el bautismo los creyentes reciben el perdón por el pecado original y cualquier otro pecado cometido anteriormente. Pero cuando vuelven a pecar, tienen que hacer satisfacción por esos pecados.[15] Según la tradición catolicorromana, esto lo pueden hacer a través de oraciones, penitencias, misas, ayunos, limosnas, peregrinaciones, indulgencias, la veneración de reliquias, o tomando votos monásticos, entre otras cosas.

            Al mismo tiempo, en la teología catolicorromana popular, se manejaba la idea de un Dios perfectamente santo y justo que no tolera el pecado sino que lo castiga severamente tanto en esta vida como en el otro mundo, donde inclusive los mismos creyentes deben sufrir horribles castigos durante muchos siglos en el purgatorio pagando por sus pecados antes de poder entrar al cielo. Se manejaba la misma imagen de Jesucristo: en lugar de ser el que nos salva del castigo divino, muchas veces también era representado como un juez igualmente severo que Dios su Padre, amena-zando a los pecadores con terribles castigos. En este sistema, los que servían como mediadores para aplacar la ira de Dios y de Jesucristo eran más bien los santos, incluyendo en particular la virgen María, madre de Dios.

            Esto lo vemos en la historia de Martín Lutero. Los que conocen esa historia se acordarán que Lutero entró al monasterio a raíz de la experiencia que tuvo una noche al estar caminando en el campo abierto, cuando le sobrevino una gran tormenta eléctrica. Cayó un rayo muy cerca de él, y temiendo por su vida, Lutero clama, “¡Auxíliame, Santa Ana, y me haré monje!” Notemos a quién pide ayuda. No a Dios—¿cómo iba a pedir ayuda directamente a Dios, el juez airado? Dios era más bien el que estaba lanzando los rayos. Tampoco le pide ayuda a Jesucristo ni a su madre María. Le pide ayuda a Santa Ana—la madre de María. Aquí se ve la cadena de mediadores: se da a entender que Ana puede salvar a Lutero porque intercede ante su hija María, María intercede ante su hijo Jesús, y Jesús intercede ante Dios su Padre, que está muy lejos y fuera del alcance de los pecadores mortales como Lutero.

            Una vez dentro del monasterio, Lutero seguía conservando esa imagen de Dios. Vivía en constante temor no sólo de Dios sino también de Jesucristo. Más tarde, al describir esta etapa de su vida, Lutero escribió: “Cuando yo estaba en el monasterio metido en mi cogulla era tan enemigo de Cristo que, si veía una escultura o pintura que lo representase colgado en la cruz, me aterrorizaba, de manera que cerraba los ojos y hubiera preferido ver al diablo.”  “Al solo nombre de Jesucristo nuestro Salvador, temblaba yo de pies a cabeza.” “Yo recuerdo muy bien cuán horriblemente me amedrentaba el juicio divino y la vista de Cristo como juez y tirano.” “Cuando contemplaba a Jesús en la cruz, me parecía que me fulminaba un rayo, y cuando se pronunciaba su nombre, hubiera preferido oír el del demonio.” … “[Q]uién puede amar a quien trata a los pecadores según justicia?” “La sola expresión justicia de Dios despertaba en [mí] sentimientos de horror y de odio.”[16]

            Sin embargo, con el tiempo va cambiando el concepto que Lutero tiene de Dios y de Jesucristo, en gran parte debido a su estudio de las Escrituras. Y lo que empieza a manejar es que, por la muerte de Jesucristo en la cruz, Dios ha dejado de estar airado con nosotros. Aunque el pensamiento de Lutero sobre la obra de Cristo no es sencillo,[17] en términos generales, Lutero afirma lo que se llama la substitución penal. Según esta idea, la muerte de Cristo nos salva porque toma sobre sí la ira divina y el castigo que merecían nuestros pecados como nuestro substituto, “satisfaciendo” así la justicia de Dios. De esa manera, somos librados de esa ira y ese castigo. Lutero escribe, por ejemplo, que Cristo “se interpuso como mediador entre Dios y nosotros; tomó sobre sus espaldas nuestros pecados y sufrió el castigo de la muerte por ellos en la cruz.”[18] “El evangelio nos presenta [a Cristo] como el único que aplacó la ira de Dios por su propia sangre.”[19] “Sólo una pequeña gota de esta sangre inocente hubiera sido más que suficiente por el pecado del mundo entero.”[20]  “Así [Cristo,] el hombre justo e inocente debe temblar y angustiarse como un pobre pecador condenado y en su corazón tierno e inocente sentir la ira y el juicio de Dios contra el pecado, probar por nosotros la muerte eterna y condenación  y en suma sufrir todo lo que un pecador condenado ha merecido y debe sufrir eternamente.”[21]

            Esta misma idea aparece en los escritos de otros reformadores. Felipe Melanchton escribe en su Apología a la Confesión de Augsburgo que “la ley condena a todos los hombres, pero Cristo, quien estando sin pecado sufrió el castigo del pecado y fue hecho víctima por nosotros, quitó a la ley el derecho de acusar y condenar a los que creen en él, porque él hizo propiciación por ellos.”[22] Asimismo, Juan Calvino escribe en su Institución: “Dios ha sido enemigo de los hombres, hasta que fueron restaurados a su gracia y favor por la muerte de Cristo,” quien “tomó sobre sus espaldas [el castigo] y pagó todo lo que los pecadores habían de pagar por justo juicio de Dios…. [E]xpió con su sangre todos los pecados que eran causa de la enemistad entre Dios y los hombres”; “con esta expiación se satisfizo al Padre y se aplacó su ira,” pues “Dios está en cierta manera airado can nosotros, cuando no tenemos a Jesucristo de nuestra parte…. [S]u mano está preparada para hundirnos en el abismo.”[23] “El castigo a que estábamos obligados nosotros, le ha sido impuesto al inocente.”[24] Las mismas ideas aparecen en casi todos los escritos confesionales protestantes. Por ejemplo, la Confesión de Fe Bautista de 1689 afirma que Cristo “sufrió el castigo que nos tocaba a nosotros y que debíamos haber sufrido, pues él llevó nuestros pecados.”[25]

            Aunque podemos notar mucha continuidad con la enseñanza de San Anselmo en estas afirmaciones, hay dos diferencias importantes. Primero, Anselmo había enseñado que Cristo satisfizo la justicia de Dios en su muerte dándole a Dios el honor y la obediencia que los seres humanos le debían, mientras Lutero y los otros reformadores enseñaron que Cristo sufrió el castigo que todos merecían. La idea es diferente. Para explicar la diferencia, podemos dar un ejemplo: si todos nosotros hemos contraído una deuda tan enorme que no la podemos pagar, y como consecuencia estamos en la prisión sentenciados a muerte, hay dos formas distintas en que alguien nos podría liberar. Una persona sumamente rica podría venir a pagar esa deuda en nuestro lugar, y así ya no estaríamos sujetos a castigo. Esa es la enseñanza de San Anselmo. La otra forma sería que alguna persona perfectamente justa e inocente sufriera el castigo de muerte que todos merecíamos en nuestro lugar. Así seríamos nosotros librados de ese castigo. Esa es la idea de Lutero y los demás reformadores, y es distinta a la enseñanza de Anselmo.

            La otra diferencia entre Anselmo y Lutero es más importante: Lutero, junto con otros reformadores, insistió que Cristo había hecho satisfacción por todos los pecados de los seres humanos. De esta manera, contrario a la doctrina catolicorromana, los creyentes ya no tenían que hacer satisfacción por sus propios pecados ni tenían que preocuparse por su salvación eterna ni por sufrir en el purgatorio, pues gracias a Cristo tenían el perdón de todos sus pecados: pasados, presentes y futuros.

            En un principio, esta doctrina parecía muy liberadora. Si Cristo pagó el precio por todos nuestros pecados, no tenemos que estar pagando ningún precio nosotros a lo largo de nuestra vida. Ya no tenemos que preocuparnos por la ira ni el juicio de Dios. Contrario a la doctrina catoli-corromana, ya no es necesario que constantemente hagamos obras como todas las que mencioné hace un momento para hacer satisfacción por nuestros pecados. Ya tenemos asegurado el perdón de todos nuestros pecados y de esa manera la salvación también, si solamente aceptamos por la fe lo que Dios nos ofrece en Cristo.

            Pero por otra parte, al afirmar esta forma de entender la obra de Cristo, los reformadores mantuvieron el mismo concepto de Dios que encontramos en Anselmo: un Dios que no puede remitir libremente los pecados debido a su naturaleza santa y justa. Nuevamente, encon-tramos este concepto de Dios a través de los escritos de casi todos los reformadores y en las confesiones de fe y catecismos protestantes. El Catecismo de Heidelberg, por ejemplo, expresa muy bien esta idea: “[La ira de Dios] se engrandece horriblemente, tanto por el pecado original como por aquellos que cometemos ahora, y quiere castigarlos, por su perfecta justicia, temporal o eternamente…. Dios es misericordioso, pero también es justo. Por tanto su justicia exige que el pecado que se ha cometido contra la suprema majestad de Dios sea también castigado severísimamente, con el castigo eterno del cuerpo y del alma.”[26] Y Calvino escribe: “la ira y maldición de Dios tienen siempre cercados a los pecadores, hasta que logran su absolución; porque siendo él justo juez, no consiente que su ley sea violada sin el correspondiente castigo.”[27]

            En afirmaciones como éstas, podemos ver la misma dicotomía entre la justicia y la gracia de Dios que vimos en San Anselmo. Por una parte tenemos un Dios perfectamente santo y justo, que no puede tolerar ni perdonar libremente los pecados por su misma naturaleza. Pero por otra parte, tenemos un Dios de amor y gracia, que envía a su Hijo Jesucristo a tomar sobre sí el castigo de nuestros pecados para salvarnos. ¿Es un Dios de amor y gracia? Sí, pero sólo hasta cierto punto, porque también tiene su justicia, que es contraria a su amor y gracia.

            De hecho, según esta forma de pensar, la gracia de Dios tiene que salvarnos de la justicia de Dios. La justicia de Dios exige el castigo; la gracia de Dios satisface esa exigencia por medio de Jesucristo. Siempre me ha llamado la atención un pasaje que encontré hace muchos años en un libro de un teólogo luterano japonés, Kazoh Kitamori, titulado El dolor de Dios. Este libro fue muy leído y comentado en su tiempo, al grado que fue traducido a varios idiomas, incluyendo el español, y utilizado por teólogos como Jürgen Moltmann y Emil Brunner. Al discutir el tema del amor y la ira de Dios, Kitamori narra esta “parábola”:

       Un viajero camina por un campo durante el verano, cuando súbitamente una aparatosa tormenta se presenta sobre él. No hay a mano árbol alguno o techado bajo el que guarecerse: el viajero tiene que seguir andando, él solo, en peligro de quedar fulminado por un rayo en el momento menos pensado. Alrededor de él los relámpagos seguidos de rayos se suceden unos a otros a su alrededor; en cualquier momento puede quedar muerto en el acto. ¡Pero mirad! Una mano misteriosa se extiende sobre el viajero, cubriéndole y protegiéndole. Protegido por esta amorosa mano, puede atravesar por en medio de la tormenta sano y salvo. Por causa de esta mano ningún rayo le alcanzará. Pero seguid mirando. Como un lienzo acribillado por incontables balas, la mano que protege al viajero queda repetidamente alcanzada por el rayo. Esta mano protectora capta e intercepta los rayos, que de otra manera alcanzarían finalmente al viajero.

            En seguida continúa Kitamori: “El significado de esta alegoría resulta obvio. Los rayos de la ira de Dios intentaban acribillarnos, a nosotos los viajeros… Pero la ira de Dios nunca llegó a abatirse sobre nosotros…. ¿Pero qué transforma a este Dios de ira en un Dios de amor? Nadie sino el propio Jesús… que fue quien en definitiva soportó sobre sus hombros la ira de Dios y llegó a morir en la cruz.”[28]

            Aquí tenemos un Dios que con una mano está lanzando rayos y echando relámpagos. Es como el Dios que describe Calvino, que está con la mano alzada, “preparada para hundirnos en el abismo,” como si fuera nuestro enemigo.[29] Pero luego, con la otra mano, que representa a Jesucristo, Dios mismo está interceptando esos rayos. Aquí Jesús está salvándonos de Dios—o más bien, a través de Jesucristo, Dios está salvándonos de sí mismo. En otras palabras: de lo que tenemos que ser salvos es de Dios, cuya justicia le obliga a castigar nuestros pecados.

            Tanto en la tradición catolicorromana como las tradiciones protestantes y evangélicas, se ha seguido manejando este concepto de Dios. Aunque en principio es un Dios de gracia y amor, también es un Dios justo que se llena de ira cuando no le obedecemos. Podríamos decir que si uno hace lo qué él quiere, él responde con amor y gracia; pero si no, responde con ira. En otras palabras, su amor es condicional. Eso significa que no siempre es gracia y amor. De hecho, en todas estas tradiciones, se afirma que es necesario ganar o merecer la gracia de Dios. Y ya que nosotros mismos no lo podemos hacer, Cristo lo tuvo que hacer en nuestro lugar. En su Catecismo Mayor, por ejemplo, Lutero afirma que “la gracia de Dios ha sido adquirida por Cristo.”[30] La Confesión de Augsburgo afirma que por el mérito de Cristo tenemos un Dios de gracia y habla también de la gracia “adquirida” por Cristo.[31] Asimismo, Calvino escribe: “Que Jesucristo nos ha ganado de veras con su obediencia la gracia y el favor del Padre, e incluso que lo ha merecido, se deduce clara y evidentemente de muchos testimonios de la Escritura.”[32]

            Si nos ponemos a reflexionar, es muy problemático hablar de “adquirir” o “merecer” la gracia. ¿No es la gracia por definición algo que se da de manera gratuita? Si es gratuito, es un regalo, algo inmerecido. Pero si es inmerecido, ¿cómo se puede decir que Cristo adquirió la gracia divina o que obtenemos esa gracia por los méritos de Cristo? Eso significa que Cristo tuvo que merecer la gracia de Dios por nosotros. Tuvo que convertir a un Dios que no podía mostrarnos su gracia y perdonarnos en un Dios que puede mostrarnos su gracia y perdonarnos. En otras palabras, antes de que Dios pueda mostrarnos gracia, Cristo tiene que satisfacer su justicia.

            Pero tenemos otro problema: según los reformadores, para ser salvos del juicio y la ira de Dios, hay que tener fe. Los que no tienen fe permanecen bajo el juicio y la ira de Dios. Entonces, ¿cómo se puede afirmar que Cristo aplacó la ira de Dios en su muerte si esa ira no es quitada hasta que uno llegue a la fe? Parece claro que lo que realmente nos salva del castigo divino no es lo que hizo Cristo, sino nuestra fe. Los que tienen fe son libres de castigo, y los que no tienen fe permanecen bajo el castigo divino, aun si se afirma que Cristo también murió por ellos.[33]

            De todo esto, es evidente que los reformadores siguieron trabajando con la misma idea básica de Dios que Anselmo y la teología catolicorromana: tenemos un Dios que no es puro amor. Al lado de su amor está su perfecta santidad y justicia, que es contraria a su amor; y esa justicia tiene que ser satisfecha antes de que el amor de Dios pueda salvarnos. En su justicia, Dios sigue castigando el pecado; y en su amor, por medio de Cristo nos salva de su misma justicia e ira. Cristo obtiene para nosotros la gracia de Dios, de la cual no podríamos gozar sin él. En Cristo, Dios nos salva de sí mismo. Ese es el “evangelio.”

Yahvé, el Dios de Israel

            Ahora, cuando los reformadores enseñaban esto, estaban plenamente convencidos que ésa es la enseñanza de la Biblia y que ése es el concepto de Dios y de la persona y obra de Cristo que tenemos ahí. Pero, ¿en verdad es así? Eso es lo que quisiera explorar ahora.

            Si examinamos la Biblia, podemos encontrar muchísimos pasajes en los que se habla de la ira y el castigo de Dios. Eso es innegable. Pero raras veces nos hacemos la pregunta: en el pensamiento de los autores bíblicos, ¿por qué se enoja Dios? ¿Qué es lo que lo mueve a enojarse?

            En términos generales, parece claro que a través de la Biblia, lo que suscita la ira de Dios es la violación de su ley, la desobediencia a sus mandamientos y su voluntad. Pero eso nos lleva a otras preguntas: ¿Por qué quiere Dios que se observe la ley y se guarden sus mandamientos? ¿Qué busca? ¿Y para quién o quiénes? ¿Busca algo para sí mismo o para otros? En otras palabras, ¿exige Dios obediencia y castiga la desobediencia por causa de él o por causa de los seres humanos?

            Para responder a estas preguntas, tenemos que examinar la misma ley. La ley de Moisés manda cosas como no matar, no cometer adulterio, no robar, no dar falso testimonio, y no hacerles daño a los demás de otras formas sino amarlos y procurar su bien (Ex 20:2-17; Lev 19:18-19). Hay leyes que pretenden promover la salud física, regulando lo que se debe ingerir y cómo se debe controlar las enfermedades (Levítico 11, 13-14; Núm 5:2). El mandamiento sobre el día de reposo tiene como fin que todos descansen y sean “refrescados” (Ex 31:12-17; Dt 5:14). También se manda que la misma tierra descanse (Lev 26:34). Igual que los mandamientos sobre honrar a los padres y no cometer adulterio, hay otros mandamientos que tienen como finalidad preservar el bienestar y la integridad de la familia (Lev 18:6-20; 20:10-20; Dt 22:13-30; 23:17).

            Hay que entender la idea bíblica de la justicia dentro del contexto de ideas como éstas. Sobre todo, según la ley, había que cuidar a los más pobres y desprotegidos, como las viudas, los huérfanos y los extranjeros (Lev 19:15; Dt 1:16-17; 16:18-20; 27:19). Los que recogían la cosecha tenían que dejar parte de su campo sin cosechar para que los pobres tuvieran qué comer (Lev 19:9-10). Los que tenían esclavos o siervos no debían oprimirlos sino tratarlos bien y había que pagar a los obreros el mismo día en que habían trabajado (Dt 24:14-15). Había que usar balanzas justas y no se debía cobrar usura (Lev 19:35-36; 25:35-37). Las leyes del jubileo ordenaban que cada siete años las propiedades regresaran a su dueño anterior, que se perdonaran todas las deudas, y que los que habían tenido que venderse como esclavos fueran liberados (Lev 25; Dt 15). Todo esto servía para promover la equidad, evitando que unos se fueran haciendo cada vez más ricos y otros más pobres.[34] Inclusive, hay que entender la ley del talión, “ojo por ojo y diente por diente” (Ex 21:24-25), no como un principio de venganza sino como una forma de evitar juicios injustos en los que la retribución exigida sea excesivamente alta o muy poca.[35] 

            En fin, la misma ley afirma cuál es su propósito: “no habrá pobres entre ustedes” (Dt 15:4). Dios les dice que quiere que guarden las leyes “para que prosperen en todo lo que hagan” (Dt 29:9). Y el pueblo reconoce: “tendremos justicia cuando cuidemos de poner por obra todos estos mandamientos delante de Yahvé nuestro Dios” (Dt 6:25). Ese es el propósito de la ley: que haya justicia, que podemos definir como shalom o bienestar integral para todos y todas sin excepción.

            Por eso, la ley de Dios es vista a través de la Biblia Hebrea como algo bueno. De hecho, no se entiende tanto como ley sino como Torá: guía, instrucción, algo que Dios le da al pueblo para mostrarle el camino que debe seguir por su propio bien. Según esta perspectiva, la ley es un gran regalo que Yahvé, Dios de Israel, da movido por su amor y su deseo de que el pueblo experimente el bienestar que quiere para todos. Esto lo vemos claramente en las palabras que el salmista le dirige a Yahvé: “Yo en tu ley me he regocijado….  Mejor me es la ley de tu boca que millares de oro y plata…. [T]u ley es mi delicia…. ¡Oh, cuánto amo yo tu ley!…  Mucha paz (mucho shalom) tienen los que aman tu ley…  porque todos tus mandamientos son justicia (Sal 119:70, 72, 77, 97, 165, 172).

            Este concepto de justicia y la ley es muy diferente del que acabamos de ver con Anselmo y los reformadores. Por ejemplo, el salmista se alegra y se regocija cuando dice: “eres justo, oh Yahvé, y tus juicios son rectos…. A medianoche me levanto para alabarte por tus justos juicios…. [T]us mandamientos han sido mi delicia; justicia eterna son tus testimonios…. Siete veces al día te alabo a causa de tus justos juicios” (Sal 119:137, 62, 143-44, 164) . Decir que los mandamientos de Dios son justos no significa que reflejan un atributo de Dios según el cual es perfectamente santo y justo en sí mismo, por lo cual no puede pasar por alto el pecado, como se maneja en la teología cristiana tradicional. Eso no sería motivo de gozo ni tendría al salmista levantándose a la medianoche para alabar a Dios, sino que lo tendría temblando de miedo. No—decir que los mandamientos y juicios de Dios son justos significa que promueven el bienestar y la felicidad, el shalom, para todos los que los obedecen. Son buenos. Eso es lo que tiene al salmista despierto en la noche alabando a Dios.

            Por eso, en lugar de ver la justicia como algo opuesto o contrario al amor, la gracia y la misericordia de Dios, en la Biblia estos conceptos tienden a ser casi sinónimos. Esto lo podemos ver en los paralelismos que encontramos en los Salmos: “[Dios] ama justicia y juicio; de la misericordia de Yahvé está llena la tierra” (Sal 33:5). “No encubrí tu justicia dentro de mi corazón; he publicado tu fidelidad y tu salvación; no oculté tu misericordia y tu verdad en grande asamblea” (40:9-10; cf. 89:14). “Yahvé es clemente, y justo; sí misericordioso es nuestro Dios” (Sal 116:5).  “Proclamarán la memoria de tu inmensa bondad, y cantarán tu justicia” (Sal 145:7). “Justo es Yahvé en todos sus caminos, y misericordioso en todas sus obras” (Sal 145:17). Aquí la justicia de Dios es su misericordia, su clemencia, su fidelidad, su salvación, su inmensa bondad, porque en todo momento está buscando el bienestar y el shalom de los seres humanos, y sobre todo los que más necesitan de él.

            Ahora, hay muchas cosas que impiden ese bienestar y shalom; sobre todo, la opresión y la injusticia. Ser justo o juzgar es quitar las opresiones y las injusticias para establecer el shalom. Por eso, decir que Dios juzga es decir que Dios salva, y eso es motivo de alegría y regocijo para Israel y los demás pueblos: “Alégrense y gócense las naciones, porque juzgarás los pueblos con equidad, y pastorearás las naciones en la tierra” (Sal 67:4). “Mi boca publicará tu justicia y tus hechos de salvación todo el día, aunque no sé su número” (Sal 71:15). “Te levantaste, oh Dios, para juzgar, para salvar a todos los mansos de la tierra” (Sal 76:9). Hacer justicia es ayudar a los que padecen necesidad: “Yahvé hace justicia a los agraviados [y] da pan a los hambrientos. Yahvé libera a los cautivos; Yahvé abre los ojos a los ciegos; Yahvé levanta a los caídos; Yahvé ama a los justos; Yahvé guarda a los extranjeros; al huérfano y a la viuda sostiene, y el camino de los impíos trastorna” (Sal 146:7-9). “Defiendan al débil y al huérfano, hagan justicia al afligido y al menesteroso, libren al afligido y al necesitado; líbrenlo de mano de los impíos” (Sal 82:3-4). Cuando Dios hace justicia, está actuando por amor, gracia y misericordia.

            Si volvemos a considerar el tema de la ira de Dios en este contexto, podemos entender que en la Biblia Hebrea esa ira es vista como una manifestación del amor de Dios. Yahvé se enoja cuando se practica la injusticia, cuando unos les hacen mal y lastiman a otros, y cuando se niegan a hacerle caso después de que les ha dicho repetidamente que dejen de hacerlo. Esa es la historia que vemos repetidamente a través del Antiguo Testamento. Eso es lo que los profetas constantemente reclaman al pueblo. Miqueas clama: “Oigan ahora, príncipes de Jacob, y jefes de la casa de Israel: ¿No les concierne a ustedes saber lo que es justo? Ustedes que aborrecen lo bueno y aman lo malo, que les quitan su piel y su carne de sobre los huesos, que comen asimismo la carne de mi pueblo, y les desollan su piel de sobre ellos, y les quebrantan los huesos y los rompen como para el caldero, y como carnes en olla” (Miq 3:2-3). Cuando luego Miqueas continúa: “Entonces clamarán a Yahvé, y no les responderá” (v. 4), el hecho de que no los oirá no es porque sea un Dios malo, sino precisamente porque insiste que si quieren invocarlo como Dios y presentarle peticiones, tienen que practicar la justicia. Escuchamos la misma indignación de Miqueas en la voz de Amós: “vendieron por dinero al justo, y al pobre por un par de zapatos. Pisotean en el polvo de la tierra las cabezas de los desvalidos, y tuercen el camino de los humildes; y el hijo y su padre se llegan a la misma joven, profanando mi santo nombre” (Am 2:6-7). Todo eso es lo que Yahvé continuamente le está reclamando a su pueblo y sus gobernantes: la forma en que oprimen y cometen toda clase de abuso e injusticia, y para colmo, el hecho de que lo hacen en su nombre, como si él aprobara esas cosas. En el Antiguo Testamento, entonces, cuando arde la ira de Dios, es precisamente porque ama a su pueblo y le duele profundamente ver la forma en que están practicando la violencia y destruyendo tanto su propio bienestar como el de los demás. Se llena de ira porque los ama y quiere que les vaya bien, pero mientras hagan tantas maldades, ¿cómo les va a ir bien? Por eso, insiste que le obedezcan, que dejen lo malo y sigan lo bueno: no por él, sino por ellos.

            Cuando el Antiguo Testamento habla de castigo y venganza y retribución, también hay que verlo dentro de este contexto. ¿Qué debe uno hacer cuando hay personas que están cometiendo muchas injusticias, lastimando no sólo a otros sino también a sí mismas? Lo primero que hay que decirles es, “Dejen de hacerlo.” Y eso es lo que hace Dios a través de sus profetas. Así hay que entender el arrepentimiento: Dios los llama a cambiar su conducta, dejando de hacer el mal para hacer mejor el bien. Pero si no oyen, ¿qué hace uno? Sigue intentando—hay que ser paciente, “tardo para la ira,” para usar una frase bíblica común. Y cuando eso no funciona, ¿qué hacer entonces? En el pensamiento del Antiguo Testamento, se les castiga de alguna forma para que reaccionen y dejen de hacer el mal para hacer el bien. Pero si uno los castiga y todavía se niegan a dejar sus maldades e injusticias, ¿qué se puede hacer? ¿Más castigos? ¿Castigos más severos? Y si ni con eso cambian, ¿qué más? ¿Destruir una parte del pueblo para ver si los que quedan cambian? ¿Quitarles todo lo que tienen? ¿O mejor hay que darse por vencido y dejarlos seguir el camino a su propia destrucción? Pero, ¿cómo puede uno darse por vencido si los ama? ¿Cómo va a simplemente abandonarlos o destruirlos del todo? Pero, si uno no se va a dar por vencido ni abandonarlos, ¿qué más puede hacer?

            Esa es la interpretación de la historia de Israel en el Antiguo Testamento. En Levítico 26, por ejemplo, Dios les dice, en pocas palabras, “Si ustedes me obedecen, les voy a dar abundancia de shalom. Pero si no me obedecen, enviaré sufrimiento y enfermedad sobre ustedes (vv. 1-13); y si ni con eso me hacen caso, les castigaré otras siete veces, haciendo que la tierra se vuelva infértil (v. 18); y si ni así me hacen caso, enviaré más plagas y bestias feroces (vv. 21-22); y si ni con eso son corregidos, traeré sobre ustedes la espada y el hambre siete veces más (vv. 23-26); y si aun así no dejan de oponerse a mí, pasarán por la destrucción y el exilio en la tierra de sus enemigos (vv. 27-41).” O sea, vemos aquí a un Dios que intenta una cosa tras otra para hacerlos practicar la justicia. Al mismo tiempo, observen lo que el pasaje dice al final: “Pero aun con todo esto, yo no los desecharé ni los abominaré para consumirlos” (v. 44). Por su amor, Yahvé no puede simplemente abandonarlos o destruirlos.

            Encontramos el mismo tipo de ciclo en otros pasajes, como Amós 4:6-11, donde dice Dios, en resumidas cuentas: “Hice que faltara el pan en todos sus pueblos y ciudades, pero no se volvieron a mí; les detuve la lluvia tres meses, mandando sequía, y no se volvieron a mí; les mandé insectos para destruir sus campos y viñedos, pero no se volvieron a mí; les envié contra ustedes enfermedades y espada y muerte, y no se volvieron a mí; les mandé una catástrofe igual como la que mandé sobre Sodoma y Gomorra, y ni así quisieron volverse a mí; entonces, ¿qué haré?” Aquí vemos a un Dios molesto, frustrado, preguntándose qué tiene que hacer para que su pueblo deje de hacer el mal y practique la justicia por su propio bien. Y como estos pasajes, se podría citar muchos más, donde Dios intenta de todo para que su pueblo le obedezca—no por causa de él sino por causa de ellos mismos.

            Esa es la explicación que se da a lo que sufre Israel en muchos pasajes. En Jueces, se repite varias veces el ciclo según el cual Yahvé bendice el pueblo, pero luego el pueblo peca. Cuando Yahvé los castiga, se arrepienten y claman a él, él les ayuda; pero luego vuelven a lo mismo, hasta que Yahvé dice, “Ya estoy harto; vayan y clamen a sus otros dioses”; pero aun así termina ayudándoles nuevamente (Jue 2:18-20; 3:7-15; 4:1-3; 6:1-10; 10:1-16). Al narrar la destrucción de Jerusalén y el exilio de Judá, el Cronista escribe: “Y Yahvé el Dios de sus padres envió constantemente palabra a ellos por medio de sus mensajeros, porque él tenía misericordia de su pueblo y de su habitación. Pero ellos hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas, hasta que subió la ira de Yahvé contra su pueblo, y no hubo ya remedio, por lo cual trajo contra ellos al rey de los caldeos” (2 Cr 36:15-17). En fin, aquí se ve un Dios que en su amor y misericordia busca cómo hacer que su pueblo le obedezca, practicando la justicia por su propio bien, pero ese pueblo se niega a hacerlo.

            Aunque en muchos de estos pasajes se usa la palabra “castigo,” es evidente que ese castigo tiene como fin corregir o disciplinar para provocar un cambio. Por ejemplo, en su libro La justicia en el Antiguo Testamento,[36] Gérard Verkindère nota que la palabra “visitar” (paqad en hebreo) muchas veces es traducida como “castigar,” pero realmente significa “intervenir, hacer que se rinda cuenta.” Por eso, cuando Dios le dice a Israel al dar los mandamientos que “visita la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación” lo que significa es  “para que se interrumpa la falta del padre en las generaciones siguientes.” Verkindère también observa que la idea de la “venganza” no es la misma que manejamos nosotros hoy, sino más bien significa reivindicar la relación de justicia que debe haber. Luego agrega:

       El lenguaje que habla de un castigo de Dios que amenaza, que persigue hasta caer sobre un inocente, no tiene nada que ver con la justicia de Dios. Esta noción de un Dios terrorífico, justiciero, no es la del Señor que se revela a Israel. El hebreo bíblico no conoce una palabra para expresar la noción de castigo. Los comentarios a la Biblia o las traducciones del hebreo que introducen la noción de punición o de castigo como sanción de una falta imponen una teología que va en contra de la justicia de Dios. Ya nos hemos encontrado el verbo paqad, que significa la «visita» del Señor a su pueblo o su «intervención» ante él. Traducirla sistemáticamente por «punir, castigar» fuerza su sentido. El término hebreo más próximo a la noción de «castigo» proviene del lenguaje de los sabios: es musar, de la raíz yasar.  El primer sentido de este verbo es «corregir, reprender, llamar al orden, enseñar». La traducción del sustantivo musar es «corrección, reprensión, lección» (Prov 9,7; 19,18). Sin duda, en una buena pedagogía, el castigo puede formar parte de la educación, pero sería abusivo reducir cualquier corrección, reprensión o lección a un castigo.

            Todo esto significa que, en el pensamiento del Antiguo Testamento, los propósitos de Dios al disciplinar a su pueblo son vistos como amorosos y misericordiosos. Así lo maneja, por ejemplo, el autor de Lamentaciones al afirmar que Yahvé “no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres” (Lam 3:33). Hay muchos otros pasajes que mencionan el dolor de Dios de que su pueblo no quiere recibir la corrección. En el Salmo 81, por ejemplo, tenemos una especie de lamento en boca de Dios: “Mi pueblo no oyó mi voz, e Israel no me quiso a mí. Los dejé, por tanto, a la dureza de su corazón; caminaron en sus propios consejos. ¡Oh, si me hubiera oído mi pueblo, si en mis caminos hubiera andado Israel! En un momento habría yo derribado a sus enemigos, y vuelto mi mano contra sus adversarios…. Les sustentaría con lo mejor del trigo, y con la peña les saciaría” (81:11-14, 16). Algo parecido encontramos en Oseas: “Cuando Israel era muchacho, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Pero cuanto más yo los llamaba, tanto más se alejaban de mí…. Con cuerdas humanas los atraje, con cuerdas de amor…. Pero mi pueblo está adherido a la rebelión contra mí…. ¿Cómo podré abandonarte, oh Efraín? ¿Te entregaré yo, Israel?…. Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión” (Os 11:1, 2, 4, 7-8).

            Por supuesto, al ver muchos de estos pasajes, tenemos que tener mucho cuidado, reconociendo que afirman ideas que hoy tendríamos que considerar problemáticas. Ante todo, manejan una teología según la cual Dios siempre bendice la obediencia y castiga la desobediencia. Aun cuando se entienda esto como expresión del amor de Dios, que quiere el bien para su pueblo y busca corregirlos cuando hacen mal, pensar hoy día que Dios está detrás de las cosas  malas que suceden en el mundo y que sufrimos nosotros es muy problemático. Si sucede una desgracia como un temblor o tsunami, o si alguien muere repen-tinamente de una infección o infarto o pierde a un ser querido en un accidente, decir que Dios hizo que eso sucediera porque quiere castigar a la gente por su pecado o inclusive corregirle y llamarle al arrepentimiento nos parece cruel e inhumano. Hoy día, tenemos otras explicaciones naturales: sabemos que son otras las causas de un movimiento telúrico y que las infecciones, infartos y accidentes también tienen causas naturales. Asimismo, afirmar que Dios castigó a los israelitas por sus pecados a través de otros pueblos como los asirios y babilonios, dejando por ejemplo que los babilonios pusieran sitio a Jerusalén tanto tiempo que los habitantes de la ciudad creían finalmente no tener otra alternativa que comerse a sus propios hijos, como dice la Biblia Hebrea, nos parece hoy totalmente inaceptable. Sostener esa idea sería equivalente a decir que los nazis fueron los instru-mentos de Dios para castigar por sus pecados a los judíos, gitanos, polacos y homosexuales que murieron en el holocausto. Hoy día, no podemos creer en un Dios que actúe de esa forma, y mucho menos creer que lo que lo mueve a actuar de esa forma sea el amor. Para nosotros, esa idea es atroz y repugnante.

            Pero sería demasiado pedirle a la gente de tiempos antiguos ver el mundo como lo vemos hoy después de todos los avances modernos y los descubrimientos científicos. Ellos todavía no podían tener el concepto de leyes naturales que operan por sí mismas. No sabían nada de placas tectónicas ni bacterias y virus ni el colesterol alto que provoca infartos. Y por eso, las únicas explicaciones que podían dar a los eventos eran explicaciones que hoy llamaríamos sobrenaturales: había fuerzas divinas o demoniacas que estaban actuando. ¿Qué otra explicación podían darles a las cosas? Y por eso, en lugar de que veamos hoy todas las cosas malas que describe el Antiguo Testamento como contrarias al amor de Dios—como prueba de que el Dios que actúa ahí es cruel o justiciero o vengativo—más bien, debemos concluir lo contrario: dentro del pueblo de Israel, a pesar de todas las cosas  malas que sufrían—las hambrunas y las guerras y las plagas y el haber tenido que comerse a sus propios hijos al estar bajo sitio por un poder enemigo—a pesar de todo eso, los que creían en el Dios de Israel no podían creer que les había dejado de amar. Se negaban a concluir que su Dios los había abandonado, o que se había dado por vencido con ellos, o que ya no los amaba. Tan firme era su convicción de que su Dios Yahvé era un Dios de amor que, aun cuando les sobrevenían las peores tragedias y los sufrimientos más horrendos, solamente podían interpretar lo que pasaba como el esfuerzo de un Dios amoroso por corregirlos y hacerlos enderezar su camino. En otras palabras, nada de lo que ocurría podía quebrantar su fe en un Dios bueno y amoroso que buscaba en todo momento y bajo toda circunstancia su bienestar y felicidad, su shalom.

            Y esto nos lleva a otro punto de suma importancia: cuando comparamos a Yahvé, el Dios de Israel, con los otros dioses de la antigüedad, vemos que hay una diferencia fundamental: Yahvé es un Dios de amor incondicional que al actuar busca únicamente el bien de los seres humanos; pero, hasta donde he podido investigar yo, eso no se puede decir de otros dioses de la antigüedad. Sin duda, casi todos los dioses hacen favores a los seres humanos y en algunos momentos les ayudan, los protegen, y les bendicen de diferentes formas. Pero por lo general esto ocurre dentro de una relación de do ut des: yo te doy para que tú me des. Aunque a veces uno de estos dioses o diosas podía actuar por compasión, era más común que concediera favores a los que le daban a él o ella lo que quería o necesitaba. Y así también se concebía la relación de la gente con el dios o la diosa: le daban al dios o la diosa lo que quería o necesitaba para que ese dios o esa diosa les diera lo que ellos querían o necesitaban. De ambos lados, era do ut des.

            Si vemos, por ejemplo, el Enuma Elish, poema babilónico que narra los orígenes del mundo, ¿cómo son los dioses? ¿Acaso son dioses que actúan por amor y compasión? Al contrario, entre ellos hay puras envidias y luchas y hasta matanzas. Y de acuerdo al poema, la razón por la cual los dioses crearon a los seres humanos es egoísta: los crearon para que sirvieran a los dioses como sus siervos o esclavos. Obviamente, vemos los intereses de los sacerdotes y las castas altas aquí, pues la forma en que la gente servía a los dioses era trayéndoles ofrendas de diversos tipos—y por supuesto, los que se quedaban con las ofrendas eran los sacerdotes y poderosos. O si consideramos los baales, los dioses de los cananeos, ¿qué quieren? Según los datos que tenemos, el baal quiere que le rindan homenaje y que le paguen tributo, además de dominar sobre otros para satisfacer sus propias necesidades.[37] Para obtener algo del baal, hay que traerle ofrendas y en algunos momentos apelar a sus deseos carnales. Podríamos ver cosas parecidas con los dioses egipcios o griegos o romanos, aunque por supuesto no sería correcto generalizar demasiado. Pero en muchos casos, eran dioses caprichosos, dioses que buscaban imponer su voluntad y establecer su dominio sobre la gente.

            Cuando estos dioses se enojaban, también mandaban hambrunas y desastres naturales y enfermedades, igual que Yahvé. Pero, ¿qué había que hacer para apaciguar a estos otros dioses y ganar su favor? Había que traerles alguna ofrenda o presentarles algún sacrificio. Se aplacaba su ira con oro o sangre o carne o inclusive con un hijo, como el caso de Moloc. Estos no eran dioses que amaban a la gente de corazón. No se decía “Baal te ama” ni se cantaba “Moloc es mi pastor; nada me faltará.” Tampoco tenían como preocupación principal el bienestar de los seres humanos y la equidad y la justicia entre ellos. ¿Cuál de esos dioses decía, como Yahvé en el libro de Oseas: “Lo que quiero de ustedes es misericordia, y no que me hagan sacrificios; que me reconozcan como Dios, y no que me ofrezcan holocaustos” (Os 6:6)? ¿Cuál de esos dioses es como Yahvé, de quien Miqueas dice: “¿Se agradará de millares de carneros, o de diez mil arroyos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Yahvé de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios” (Miq 6:7-8)? ¿Cuál de los baales o los dioses de Egipto o Babilonia o Asiria o Grecia dice como Yahvé en Amós, “Por tanto, puesto que ustedes pisotean al pobre y le cobran impuestos de trigo, edificaron casas de piedra labrada pero no las habitarán; plantaron hermosas viñas, pero no beberán el vino de ellas. Porque yo sé de sus muchas rebeliones y sus grandes pecados; sé que afligen al justo, y reciben sobornos, y en los tribunales hacen a los pobres perder su causa…. Aborrecí, abominé las solemnidades de ustedes, y no me complaceré en sus asambleas. Y si me ofrecen sus holocaustos y ofrendas, no los recibiré, ni miraré las ofrendas de paz de sus animales engordados. Quiten de mí la multitud de tus cantares, pues no escucharé las salmodias de tus instrumentos. Pero corra el juicio como las aguas, y la justicia como impetuoso arroyo (Am 5:11-12, 21-24)? ¿O cuando escuchamos que los dioses de los demás pueblos digan como Yahvé en Isaías: “¿Para qué me sirve… la multitud de sus sacrificios? Hastiado estoy de holocaustos de carneros y de sebo de animales gordos; no quiero sangre de bueyes, ni de ovejas, ni de machos cabríos. ¿Quién demanda esto de sus manos, cuando vienen a presentarse delante de mí para hollar mis atrios? Ya no me traigan más vana ofrenda; el incienso me es abominación; luna nueva y día de reposo, el convocar asambleas, no lo puedo soportar, son iniquidad las fiestas solemnes de ustedes. Sus lunas nuevas y sus fiestas solemnes las tiene aborrecidas mi alma; me son gravosas; cansado estoy de soportarlas. Cuando extiendan sus manos, yo esconderé de ustedes mis ojos; asimismo cuando multipliquen la oración, yo no oiré; sus manos están llenas de sangre. Lávense y límpiense; quiten la iniquidad de sus obras de delante de mis ojos; dejen de hacer lo malo; aprendan a hacer el bien; busquen el juicio, restituyan al agraviado, hagan justicia al huérfano, amparen a la viuda” (Is 1:11-17)? ¿Dice algo parecido Baal? ¿O Marduk? ¿Moloc? ¿Zeus? ¿O Júpiter?

            Ahora podemos entender por qué Yahvé, el Dios de Israel, se enoja cuando sirven a otros dioses: porque ninguno de esos dioses busca el bien de la gente. Esos dioses son egoístas y ególatras. En el fondo, lo que piden no es que los seres humanos practiquen la justicia y el amor al prójimo y que ayuden a los necesitados y desamparados. Eso no es lo que les satisface. En cambio, eso es lo único que satisface a Yahvé, Dios de Israel—no los sacrificios en sí, ni la sangre, ni las ofrendas, ni los homenajes y tributos y las fiestas en su honor, sino el practicar la justicia y la misericordia.

            Sin duda, Yahvé comparte muchos atributos con estos dioses. Como ellos, pide sacrificios. También quiere ser alabado y glorificado por el pueblo y quiere reinar sobre todos. Pero hay una diferencia fundamental: todo eso lo quiere, no por sí mismo, sino por el bien de su pueblo al que ama. Si exige que practiquen justicia y dejen el pecado y la maldad, no es por causa de su santidad inviolable o su naturaleza perfecta, sino por causa de ellos mismos, para que tengan shalom y bienestar. Si dice, “Yo soy un Dios celoso y no tendrán ningún otro dios en mi presencia,” lo dice, no por causa de él sino por causa de ellos. Si dice, “quiero que me sirvan y alaben y den gracias y que me traigan sus ofrendas,” no lo hace porque eso le haga falta ni por su propia causa sino por el bien del pueblo. Si Yahvé exige diezmos y ofrendas es para recordarle al pueblo que todo lo que hay en el mundo es de él como soberano; y si todo es de él, todo tiene que ser usado y distribuido, no como ellos quieran según sus caprichos y egoísmos, sino como él desea y manda, de manera justa y equitativa para el bienestar de todos. Si Yahvé quiere reinar de mar a mar, no es por él sino por ellos: porque sólo cuando reina él y todos se someten a él y hacen su voluntad puede haber bienestar y paz y justicia y prosperidad para todos y todas sin excepción. Asimismo, si Yahvé es un dios celoso que no admite que sirvan a otros dioses, es porque no quiere que anden sacrificando a sus hijos a Moloc o cortándose las venas para ofrecerle a Baal su sangre, como los profetas de Baal frente a Elías (1 Re 18:28), o cometiendo toda clase de injusticias para justificarlas en nombre de sus dioses. Yahvé es celoso, no por causa de sí mismo, sino por causa de ellos, porque ningún otro dios los ama como él ni está comprometido con su bienestar y felicidad como él. Por eso se enoja tanto cuando lo abandonan por otros dioses y fabrican sus ídolos: porque los ama y quiere que estén bien. Y como hemos visto, nada ni nadie puede hacer que deje de amarlos y querer únicamente su bien.

            En fin, al ver a este Yahvé, Dios de Israel, podemos preguntarnos: ¿Qué tiene que ver este Dios con el Dios de Anselmo? ¿Es el mismo Dios o un Dios diferente? ¿Y qué tiene que ver con el Dios que encontramos en Jesucristo? Para responder a estas preguntas, tenemos que examinar ahora el Nuevo Testamento.

El Dios de Jesús y sus primeros seguidores

            Para entender quién era Dios para Jesús, debemos empezar contemplando lo que hace en su ministerio. ¿A qué se dedicó Jesús? Ante todo, lo vemos sanando a enfermos y a personas que tenían alguna discapacidad física y también echando fuera a demonios que oprimían a la gente. En dos ocasiones, también alimenta de manera milagrosa a las multitudes (Mc 6:30-44; 8:1-10).[38] Los Evangelios afirman que hacía esto movido por amor y compasión por los demás (Mt 9:36; 20:34; Mc 1:41; 6:34; 8:2; Lc 7:13). Si consideramos la forma en que Jesús se dedicó a esta tarea, parece evidente que lo que buscaba era el bienestar de los demás—que pudieran gozar del shalom en cuerpo y alma que su Dios quería para todos.

            La otra tarea a la que se dedicó Jesús fue la de enseñar. Si vemos el contenido de su enseñanza, es claro que tenía el mismo fin: promover el bienestar integral de los demás. Aparte de enseñar cómo hay que buscar el bien de otros en amor, perdonando a los demás y sirviendo a los que padecen necesidad, también enseñó a todos que hay que confiar en Dios en todo momento. Estas dos cosas están íntimamente relacionadas: para poder amar a los demás, dando de nosotros mismos y compartiendo lo que tenemos, necesitamos confiar en que Dios nos seguirá dando lo que nos hace falta en nuestra propia vida. Si estamos agobiados por la inseguridad, la incertidumbre, la escasez y otras preocupaciones, nos es imposible preocuparnos por otros y buscar su bien. Al mismo tiempo, confiar en Dios significa no sólo confiar en que él nos sostendrá, sino también hacer lo que nos manda. Cuando confiamos en alguien, y esa persona nos dice, “Haz esto,” lo hacemos. Y por eso, confiar en Dios por definición significa hacer lo que Dios nos pide.

            El contenido principal de la enseñanza y predicación de Jesús fue el reino de Dios. A pesar de todos los esfuerzos y las investigaciones que han hecho los biblistas durante varios siglos, todavía no han podido llegar a ningún consenso en cuanto a lo que Jesús entendía por reino de Dios.[39] Sin embargo, parece que para Jesús el reino de Dios no tiene que ver tanto con un lugar o espacio como generalmente entendemos al escuchar la palabra “reino,” sino más bien con una acción, la acción de Dios de reinar. Por eso, algunos prefieren hablar del “reinado” de Dios en la enseñanza de Jesús.[40] Y el propósito de Jesús al anunciar el reinado de Dios parece haber sido básicamente el mismo que acabamos de señalar con respecto a su actividad de sanar y enseñar: darle esperanza a la gente, anunciándoles el shalom y la justicia que Dios prometía traer y animándolos a confiar plenamente en ese Dios.

            Sin embargo, casi desde un principio, los Evangelios nos hablan de conflictos entre Jesús y otros, sobre todo los líderes religiosos judíos. Por ejemplo, cuando los discípulos de Jesús recogen espigas en el día de reposo, los fariseos se molestan con Jesús por permitirlo (Mc 2:23-28). Luego, cuando se presenta un hombre con una mano paralizada ante Jesús en una sinagoga en el día de reposo y Jesús pretende sanarlo, nuevamente se molestan los fariseos. Pero Jesús les pregunta: “¿Qué está permitido hacer en el día de reposo: el bien o el mal? ¿Salvar una vida o destruirla?” Y luego, enojado con los fariseos, sana al hombre. Según Marcos, ellos inmediatamente hacen planes para matarlo (Mc 3:1-6).

            En estos y otros relatos, podemos ver dos Dioses distintos, aunque ambos supuestamente son el Dios de Israel. El Dios de Jesús quiere que él sane a los que padecen necesidad y que sus discípulos satisfagan su hambre recogiendo espigas en el día de reposo, mientras el Dios de los fariseos se opone a estas cosas, pues según ellos van en contra de la voluntad de Dios expresada en la ley de Moisés. Aquí y en otros pasajes, podemos ver que lo que más le importa a Jesús es el bienestar de la gente: según él, en el fondo, eso es lo que manda la ley. Por eso, desde su perspectiva, los fariseos eran los que estaban violando el mandamiento del día de reposo, mientras él lo estaba cumpliendo.

            Vemos otro conflicto parecido en relación al paralítico que algunos bajan del techo para que lo sane Jesús (Mc 2:1-12). Jesús empieza declarándole que sus pecados son perdonados, cuestionando de esa manera la la idea de que, cuando uno sufre desgracias, es porque ha pecado y Dios lo está castigando. Pero los fariseos se enojan y se escandalizan ante las palabras de Jesús. En este y otros pasajes, vemos que Jesús afirma que el Dios de Israel lo ha enviado a cumplir con el ministerio que estaba realizando, sirviendo como instrumento de ese Dios para traer salud y bienestar a la vida de los demás; pero para los adversarios, el Dios de Jesús no es el verdadero Dios de Israel. Más bien, afirman que Jesús está sirviendo como instrumento de Beelcebú, Satanás (Mc 3:22; Mt 9:34; 10:25; 12:24). En cambio, Jesús les dice a sus adversarios que, contrario a lo que ellos afirman, su padre no es Dios sino el diablo, padre de todas las mentiras (Jn 8:41-44). No sólo son dos dioses muy distintos el Dios de Jesús y el Dios de sus adversarios, sino que el Dios de uno es el diablo del otro.

            Encontramos el mismo choque entre dioses en la proclamación de Jesús acerca del reinado de Dios. Esto no es solamente porque el Dios cuyo reinado proclama Jesús es muy distinto al Dios de los fariseos y maestros de la ley. También se debe a que la proclamación de Jesús del reinado de Dios representa una crítica muy fuerte a las autoridades del sistema dominante de su tiempo. Si Dios aún tiene que venir para establecer su reinado, eso significa que en el presente no está reinando; y si Dios no está reinando, no está con las autoridades que están en el poder. Más bien, al venir, Dios los quitará del poder, porque no le están sirviendo a él sino que son siervos del mal. Esto lo vemos en el relato de las tentaciones de Jesús: Satanás le muestra a Jesús todos los reinos de la tierra y le dice, “A ti te daré toda esta potestad, y la gloria de ellos, porque a mí me ha sido entregada, y a quien quiero la doy; si postrado me adoras, todos serán tuyos” (Lc 4:5-6). Hay que ver esto en el contexto de la situación política de aquel tiempo. ¿Quién había establecido su reinado sobre casi toda la tierra? Sobre todo, Roma. Entonces, según este pasaje, si los romanos están reinando, es porque Satanás está detrás de ellos, entregándoles la potestad que le ha sido entregada a él. El reinado de Roma es el reinado del diablo, y el reinado de Dios que proclama Jesús entonces es contrario al reinado de Roma y el reinado del diablo.[41]

            Aquí y en otras partes de los Evangelios, también hay una crítica implícita de Jesús hacia el templo de Jerusalén.[42] Era bien sabido que el sumo sacerdote judío dependía de Roma, pues eran los romanos los que ponían y destituían a los sumo sacerdotes. Por eso, como los sumo sacerdotes en realidad estaban obedeciendo y sirviendo a Roma, de quien dependían, no estaban sirviendo a Dios. Al mismo tiempo, al ser el instrumento de Dios para restaurar a la gente a la salud e instruirle acerca de la voluntad de Dios, Jesús estaba asumiendo la función del templo. La gente iba al templo para encontrarse con Dios y pedirle salud y bienestar, así como el perdón de sus pecados. Ahora debían buscar y encontrar todo eso en Jesús. Jesús no llama a la gente a ir al templo sino venir a él. En lugar de estar presente en el templo, Dios estaba presente en Jesús, de modo que quien buscaba su bendición y el shalom debía acercarse a él más que al templo.

            Aparte de sanar y enseñar a otros personalmente, los Evangelios indican que Jesús preparó a discípulos para hacer las mismas cosas que él hacía. No sólo los instruía sino que los enviaba a otros lugares para poner en práctica lo que les había enseñado. Esto indica la intención de Jesús de iniciar un movimiento o comunidad de seguidores que permitiría que su ministerio de traer shalom y bienestar se extendiera a todavía más personas y lugares. El hecho de que tanto Jesús como sus discípulos eran itinerantes, viajando de una aldea a otra, también refleja una mentalidad según la cual había que salir en busca de la gente, en lugar de esperar que la gente viniera a él, como había hecho Juan. Para Jesús, buscar el shalom de Dios para todos era una tarea activa y apremiante.

            Según los Evangelios Sinópticos, después de algún tiempo de realizar este ministerio, Jesús reúne a sus discípulos en Cesarea de Filipo y les pregunta qué dicen otros y ellos mismos de él. Simón Pedro le responde, “Tú eres el Cristo, el Mesías” (Mc 8:27-30). El nombre del lugar donde esto ocurre es significativo: Cesarea de Filipo, ciudad de César, emperador romano, y de Felipe, hijo de Herodes el Grande. Aunque Jesús es el Cristo o Mesías, el rey liberador que esperaban muchos judíos, es un rey muy distinto a los reyes y gobernantes de este mundo, como César y Herodes. En seguida de la confesión de Pedro, Jesús anuncia a sus discípulos que van a subir a Jerusalén y que ahí él va a sufrir y morir (Mc 8:31-33). Eso no se esperaba de un Mesías. En el camino a Jerusalén, Jesús les dice a sus discípulos, “Ustedes saben que los que son tenidos por gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y sus grandes ejercen sobre ellas potestad. Pero no será así entre ustedes, sino que el que quiera hacerse grande entre ustedes será su servidor, y el que de ustedes quiera ser el primero, será siervo de todos. Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10:42-45). Esto es lo que define a Jesús: vino a servir y dar su vida en rescate por muchos.

            Esta idea de un rey alternativo aparece de nuevo en su entrada a Jerusalén, cuando entra a la ciudad montado en un burro (Mc 11:1-11). Esto representaba una especie de parodia de cómo entraban a las ciudades de aquel tiempo los grandes reyes y gobernantes en procesiones ostentosas con sus ejércitos y caballería.[43] Jesús será un rey, pero es todo lo contrario de lo que son los demás reyes.

            ¿Qué pretendía Jesús en Jerusalén? ¿Por qué subió a la ciudad? Ese tema ha sido muy discutido entre biblistas e historiadores. Siguiendo a Albert Schweitzer, muchas veces se ha preguntado si lo que Jesús quería era trabajar o morir.[44] Pero, ¿debemos manejar ese tipo de alternativa? Para entender los motivos de Jesús, creo que tenemos que ver lo que había estado haciendo en Galilea y al mismo tiempo lo que hizo en Jerusalén. Ya hemos visto lo que había estado haciendo en Galilea, dedicándose a traer sanación y shalom a la vida de otros y capacitando a discípulos para seguir adelante con ese trabajo. Pero también podemos ver esto en términos de formar una comunidad alternativa. Sería una comunidad comprometida con los mismos objetivos y valores que Jesús—una comunidad que pusiera en práctica lo que él había enseñado en palabras y hechos y que siguiera adelante con lo que él había estado haciendo. Por esa misma razón, sería una comunidad que creyera en el mismo Dios que Jesús proclamaba y encarnaba.

            Y creer en ese Dios significaba entrar nuevamente en conflicto con los poderes y autoridades de este mundo, que verían sus intereses afectados por ese Dios de Jesús. Decir al reinado de Dios y al proyecto de Jesús significaba decir No a otros reinados y proyectos. Decir al Dios de Jesús es decir No a los otros dioses. Esto lo vemos en los últimos días de Jesús en Jerusalén. Mientras Jesús enseña en el templo, sus adversarios lo buscan para encontrar algo en su contra y ver cómo silenciarlo o acusarlo. Le preguntan, por ejemplo, si estaba bien pagarle tributo a César, pensando atraparlo así (Mc 12:13-17); pues si decía que no, tendría problemas con Roma, y si decía que , quedaría desprestigiado entre la gente judía. La respuesta de Jesús, “Den a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios” no es una forma de evadir la pregunta sino refleja de manera más profunda la forma de pensar de Jesús.[45] Cuándo le hacen la pregunta, Jesús les pide que le muestren una moneda, que traía una imagen del César, algo que para los judíos supuestamente era prohibido. Es importante observar que Jesús no trae ninguna moneda; son ellos los que la traen. Entonces, la respuesta de Jesús también es una acusación contra ellos; es como decir, “Ustedes son los que traen la moneda, y por usar esa moneda, se ve que ustedes reconocen el señorío de César. Yo no. Por eso yo no traigo la moneda. Para mí, el señorío del César es ilegítimo, pues el Dios al que yo sirvo y cuyo reinado proclamo es el único soberano. Yo no doy tributo a nadie más, porque para mí, todo le pertenece sólo a él, pero ustedes que reconocen la legitimidad del César y su moneda, dénle a él su moneda como el tributo que ustedes le dan siempre en todo como sus siervos.”

            Así como para Jesús el César de Roma no representa a Dios, como señalamos brevemente antes, Jesús tampoco acepta como representantes del verdadero Dios al sumo sacerdote y los demás líderes del pueblo judío en cuyas manos estaba el templo. El templo generaba enormes riquezas para el sumo sacerdote y su familia. Pero una de las primeras cosas que hace Jesús al entrar en Jerusalén es ir al templo, echar fuera a los que vendían y compraban, y derribar las mesas de los que cambiaban dinero y vendían (Mc 11:15-18). Al decir que habían convertido la casa de Dios en una “cueva de ladrones,” Jesús no se estaba refiriendo sólo a los que vendían y cambiaban dinero sino a los sumo sacerdotes para quienes estaban trabajando los vendedores y cambistas.[46] Jesús también predice la destrucción del templo, condenando así lo que ocurría ahí: “No va a quedar de ellos ni una piedra sobre otra, pues todo será destruido” (Mc 13:2). Además narra la parábola de los labradores malvados, que maltratan y matan a los siervos que les envía el dueño de una viña y finalmente matan al mismo hijo del dueño. Al final de la parábola, esta vez dice Jesús que lo que sería destruido no es el templo sino los mismos labradores malvados, y los evangelistas dicen que los sumo sacerdotes, escribas y ancianos judíos sabían muy bien que Jesús estaba hablando de ellos.

            Es evidente que para Jesús, el Dios que representaban estas autoridades era un Dios falso. No era el verdadero Dios de Israel. Ellos se aprovechaban de la gente, practicando la corrupción, el abuso y la opresión y justificándolo todo en el nombre de Dios, a quien decían servir, y eso no lo pudo tolerar Jesús.

            Al final de esa misma parábola, Jesús cita el salmo 118 para afirmar que “la piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo” (Mc 12:10). Aquí Jesús no sólo estaba refiriéndose a sí mismo como la piedra desechada, sino que estaba hablando de la construcción de algo nuevo: un nuevo templo, una nueva comunidad, un nuevo sistema.[47] No sólo Jesús mismo, sino su muerte, constituiría el inicio de una nueva realidad. Esta nueva realidad estaría centrada en Jesús; y la forma en que sería establecida era a través de su rechazo por parte de los líderes judíos y su muerte a mano de ellos.

            Difícilmente podemos dudar que Jesús sabía muy bien cuáles serían las consecuencias de lo que estaba enseñando y lo que había hecho en el templo. Cualquiera podía saber que Jesús pagaría con su vida por lo que estaba haciendo y diciendo, pues las autoridades no lo iban a tolerar mucho tiempo. Pero al mismo tiempo, Jesús no toma medidas para evitar el conflicto o salvar su vida, sino que simplemente se mantiene firme, presentándose abiertamente en el área del templo para enseñar todos los días. Sabe que las autoridades lo buscan para matarlo, pero no les tiene miedo. Curiosamente, más bien ellos son los que le tienen miedo a Jesús; según San Marcos, no lo arrestaron después de su acción en el templo “porque le tenían miedo” (Mc 11:18). No querían arrestarlo públicamente por temor a cómo reaccionaría la gente. Más tarde, Jesús mismo enfatiza el hecho de que eran ellos los que le tenían miedo a él, y no él a ellos. Cuando llegan para arrestarlo, les dice: “¿Como contra un ladrón han salido ustedes con espadas y palos para arrestarme? Todos los días estaba con ustedes enseñando en el templo, pero ahí no me arrestaron” (Mc 14:48-49). En efecto, estaba señalando qué tipo de personas eran: estos supuestos grandes líderes del pueblo eran unos cobardes que hacían sus fechorías de noche a escondidas del pueblo, en contraste con Jesús, que hablaba y obraba de forma abierta y transparente.

            Antes de eso, sabiendo lo que iba a pasar, Jesús reúne a sus discípulos para una última cena. Según el Evangelio de San Juan, sorprende a sus discípulos al fajarse una toalla a su cintura y comenzar a lavarles los pies—uno de los trabajos más deshonrosos y denigrantes que había en ese tiempo. Al mismo tiempo les dice, “Ustedes me llaman Señor y Maestro, y lo soy; pero así como yo, el Señor y Maestro, les he lavado los pies, así ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros” (Jn 13:1-16). Un poco antes, les dice, “Si un grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Jn 11:24). Según los sinópticos, en medio de la cena, Jesús tomó del pan y dijo, “Esto es mi cuerpo,” y luego tomando el cáliz, dijo, “Esto es mi sangre del nuevo pacto, derramada por ustedes y por muchos” (Mc 14:22-24) San Mateo agrega la frase, “para la remisión de los pecados” (Mt 26:28). En esta acción de Jesús, podemos notar dos ideas: en el pan y la copa, él se da a sus discípulos, quienes reciben lo que Jesús les ofrece, pero también se da por ellos y otros.

            ¿Cómo hay que entender esto? ¿Significa que Jesús creía que iba a sufrir el castigo de Dios por los pecados de la humanidad para que Dios nos pudiera perdonar? No hay ningún indicio en los textos de que sea así. Más bien, debemos interpretar las palabras de Jesús en el contexto de  lo que ya hemos visto sobre lo que buscaba. En su muerte, Jesús buscaba lo mismo que había buscado durante todo su ministerio. Quería seguir formando e integrando esa comunidad alternativa, una comunidad que creyera y confiara en el mismo Dios que él había venido anunciando y encarnando, una comunidad donde cada uno estuviera comprometido con el bienestar y el shalom de los demás. Pero Jesús también sabe que él es el que ha recibido de Dios la tarea de formar e integrar esa comunidad como su cabeza. Jesús busca llegar al poder—pero a diferencia de los demás gobernantes de su época, no busca ese poder para sí mismo, para servir sus propios deseos e intereses. No, más bien busca el poder para poder servir a los demás y cumplir con su anhelo de ser el instrumento de Dios para establecer en el mundo su reinado, un sistema alternativo en el que todos y todas asuman el compromiso de vivir de acuerdo a la voluntad de Dios para su propio bien y el de los demás. Jesús sí quiere reinar como Mesías, pero quiere reinar porque sólo así podrá darse por entero a los demás y lograr esa comunidad alternativa y sistema alternativo que ha sido su anhelo durante todo su ministerio.

            Eso significa que Jesús no quiere morir sino vivir.[48] Quiere seguir sirviendo y entregándose a los demás como su Señor y Maestro para que sean transformados en otras personas que también sirvan y se entreguen a otros juntamente con él. Quiere seguir firme en el mismo proyecto al que se ha dedicado en cuerpo, alma y espíritu desde Galilea—pero al mismo tiempo, debido al conflicto que ese proyecto ha generado con los que están en el poder, sabe que seguir firme en ese camino significará morir.[49] Si sigue haciendo y diciendo lo que ha estado haciendo y diciendo, los que están en el poder lo van a matar en nombre de su Dios falso.

            Entonces, ¿qué opciones tiene? Podría correr o esconderse o callarse. Pero eso significaría poner fin al proyecto del reino al cual ha dedicado su vida. Esa no es opción. Además, si él no sigue firme con ese proyecto, ¿cómo puede esperar que sus discípulos sigan firmes en ese proyecto? Si él predica que hay que entregarse de todo corazón a los demás en amor y dejar atrás lo que uno más valora para dedicarse a buscar su bien, pero en el momento de la verdad él mismo se echa para atrás motivado por el miedo, dejando de pensar en los demás para ver cómo salva su propia vida, ¿cómo va a esperar que sus seguidores amen de corazón a los demás y se dediquen a buscar su bien? Si él se vuelve cobarde por el miedo, ¿cómo va a querer y esperar que su comunidad no esté llena de pura gente cobarde igual que él? Si Jesús no está dispuesto a beber hasta las heces la copa que está ante él, a darlo todo por ese proyecto del reino, ¿cómo puede esperar que otros estén dispuestos a darlo todo por ese proyecto? ¿Y cómo puede entonces esperar que ese proyecto siga adelante?

            De esta manera, Jesús sabe que tiene una sola opción: tiene que morir. No es lo que quiere. Lo que quiere es continuar con la tarea que ha estado haciendo. Pero debido al conflicto que su actividad ha generado con los poderes de este mundo, no hay otra alternativa. Elige dar su vida. Así hay que entender sus palabras cuando dice, “Nadie me quita mi vida, sino yo de mí mismo la pongo” (Jn 10:18). Va a dar su vida porque es la única forma en que todo lo que ha buscado en su ministerio puede hacerse realidad. No es que no le duela morir. Al contrario, le duele profundamente—no sólo por lo que él sufrirá sino también por lo que sufrirán los que lo aman. Todos los Evangelios presentan a Jesús lleno de angustia en esos últimos momentos. En el Evangelio de Juan, dice: “Ahora mi alma está turbada—llena de angustia. Pero, ¿qué voy a decir? Padre, ¿¡líbrame de esta hora!? Pero, ¡si precisamente para esto he llegado a esta hora! Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12:27-28). Pone su vida en manos de su Padre. En Mateo leemos que Jesús, llevando a Pedro, Juan y Jacobo a un lugar aparte en el huerto de Getsemaní, “comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera, y les dijo, ‘Mi alma está muy triste, hasta la muerte’” (Mt 26:38-39). Luego, según los Sinópticos, se pone a orar, “Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; pero no lo que yo quiero, sino lo que tú” (Mc 14:36). Jesús no quiere morir. Quiere vivir. Pero dará su vida si ésa es la única forma en que todo lo que ha estado buscando para los demás se haga realidad. Oigamos otra vez sus palabras: “si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Jn 12:24). Si Jesús quiere ver el fruto de toda su labor, tiene que morir.

            En base a esto, podemos volver nuevamente adonde estábamos hace algunos momentos—con Jesús y los discípulos en la última cena. En medio de toda esa angustia frente a la muerte que ya está encima, en los momentos más difíciles de su vida, ¿qué hace Jesús? Toma una toalla y agua y se pone a lavar los pies de sus discípulos. Y les dice, “Así como estoy haciendo yo, su Señor y Maestro, así tienen que hacer ustedes.” Y luego toma el pan, y les dice, “Tomen. Coman. Esto es mi cuerpo, dado por ustedes….” Es como si dijera: “Así como les estoy dando este pan, yo estoy entregando mi cuerpo, mi ser entero, por ustedes, para que ustedes sean esa comunidad de personas comprometidas con todo lo que les he enseñado y encarnado. Me estoy entregando por ustedes, pero también a ustedes, porque así como he vivido por ustedes, ahora muero por ustedes.” Juan presenta a Jesús diciendo lo mismo con otras palabras: “Padre, por ellos me consagro a mí mismo” (Jn 17:19). Y luego, Jesús toma en sus manos la copa y dice, “Esto es mi sangre, derramada por ustedes y por muchos, por todos los que anhelo que lleguen a formar parte de esta comunidad algún día. Estoy entregando mi vida, dejando que mi sangre sea derramada, para hacer con ustedes un nuevo pacto, para formar esa nueva comunidad alternativa integrada por personas comprometidas con el mismo proyecto por el que he vivido y por el que ahora voy a morir.” Eso es lo que significan las palabras de Jesús. Por eso, según San Lucas, Jesús agrega, “Hagan esto en memoria de mí” (Lc 22:19). No se trata simplemente de recordar a Jesús, sino de recordar la inmensidad de su amor por ellos y todo lo que estaba buscando para ellos. Pablo más tarde afirma “todas las veces que coman este pan y beban esta copa, anuncian la muerte del Señor hasta que venga” (1 Co 11:26). Anunciar la muerte del Señor no es simplemente anunciar que murió, sino anunciar y recordar cómo murió entregando su vida por los que amaba, entregando todo lo que era y todo lo que tenía, para que esa nueva comunidad alternativa pudiera hacerse realidad.

            ¿Y cómo responde ese Abba, el Dios y Padre de Jesús, frente a todo esto? ¿Qué hará él? ¿Intervendrá desde el cielo para arrebatar a su Hijo y salvarlo del sufrimiento y la muerte? Pero, ¿cómo podría hacer eso? Si el proyecto de formar esa comunidad alternativa no es simplemente el proyecto de Jesús—es el proyecto de Dios mismo, que envió a Jesús para llevarlo a cabo. El amor inmenso e inagotable por los demás que Jesús ha estado proclamando y encarnando no es solamente su propio amor; es el mismo amor de Dios por toda la humanidad. Si Jesús está dispuesto a darlo todo, sufriendo las consecuencias de ese amor y pagando el precio de su vida, ¿cómo va a intervenir el Padre para salvar a Jesús de esa muerte y esas consecuencias? Si el Padre realmente anhela que esa nueva comunidad alternativa se haga realidad, ¿no tiene él mismo que estar dispuesto, igual que Jesús, a sacrificarlo todo—todo, incluyendo a su propio Hijo, su Hijo unigénito, su Hijo amado? Si el Hijo no se va a echar para atrás en el proyecto que ha recibido de su Padre, ¿el Padre se va a echar para atrás en ese proyecto, salvando a su Hijo de la muerte, porque ama a su Hijo más que nos ama a nosotros, y no está dispuesto a sacrificarlo por nosotros para que todo lo que ha buscado por nosotros a través de Jesús se haga realidad? Entiendan ahora lo que dice San Juan, “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado—ha entregado—a su Hijo unigénito” (Jn 3.16) y lo que dice San Pablo, “El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (Rom 8:32). Por eso, ahí mismo escribe San Pablo, “Si Dios está de nuestra parte, ¿quién puede estar en nuestra contra?… ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? … Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 8:31-39).

            Por eso, por ese amor, Jesús muere. Y el Padre lo entrega a la muerte en lugar de salvarlo en ese momento. Sin duda, tres días después el Padre lo resucitará y lo exaltará a su derecha como Cristo, Mesías, Señor y Salvador. Pero primero Jesús tiene que morir. Porque si no hubiera muerto, no podría ser quien es ahora por nosotros y para nosotros. No podría ser el Señor de todos, un Señor que existe sólo para nosotros, un Señor totalmente consagrado a que se haga realidad entre nosotros todo lo que buscó para nosotros en vida y en muerte. Por eso, sus seguidores lo aclaman como Señor de Señores y Rey de Reyes (Ap 17:14), porque es totalmente distinto a todos los demás señores y reyes de la tierra. Oigan otra vez sus palabras: “Ustedes saben que los que son tenidos por gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y sus grandes ejercen sobre ellas potestad. Pero no será así entre ustedes, sino que el que quiera hacerse grande entre ustedes será su servidor, y el que de ustedes quiera ser el primero, será siervo de todos. Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10:42-45). Ese mismo hombre es el que ahora está a la diestra de Dios, con todo poder y toda autoridad, como Rey de Reyes y Señor de Señores, el mismo que se ciñó una toalla y lavó los pies sucios de sus discípulos. Esa es la ironía que quieren resaltar los relatos de su Pasión en los Evangelios:[50] éste que reina en gloria y poder sobre todo y sobre todos desde la diestra de Dios es el mismo que soportó las humillaciones y las burlas y los golpes y la saliva escupida en su cara; éste, cuya corona está hecha no de oro sino de espinas; éste, cuyo trono no es una silla majestuosa sino una vil cruz de madera; éste, cuyas manos no están adornadas con anillos finos y costosos sino traspasadas con clavos de fierro: éste es nuestro Rey y Señor. Este, y ningún otro. Todo eso lo sufrió y soportó para poder ser quien es ahora para nosotros.

            Y si es así, ¿qué significa confesar, “Jesucristo es Señor—es nuestro Señor y mi Señor”? Significa que no podemos confesarlo como Señor si no estamos comprometidos con el mismo Dios que el proclamó y encarnó. No podemos decir que es nuestro Señor si nos negamos a buscar todo lo que él mismo buscó en vida y muerte. Oigan bien lo dice Jesús: “Si alguno viene en pos de mí, tome su cruz cada día, y sígame… Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lc 9:23; 14:27). Tener a ese mismo Jesús como Señor significa seguirle como miembros de esta comunidad alternativa, este nuevo pacto que estableció a través de su vida, muerte, y resurrección, este grupo de personas comprometidas hasta las últimas consecuencias con sus mismos valores y su misma forma de ser, así como su misma visión de Dios y de la vida.

            En base a todo esto que acabamos de ver, podemos ahora entender todas las fórmulas que emplea el Nuevo Testamento para hablar del valor salvífico de la muerte de Jesús.[51] Por ejemplo, cuando Jesús dice que ha venido “no para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos,” esto no tiene nada que ver con la idea de que tuvo que morir para satisfacer a Dios y su justicia. No teníamos que ser rescatados de Dios o su ira; más bien, como dice 1 Ped 1:18, teníamos que ser rescatados “de nuestra vana manera de vivir.” Eso es lo que ha logrado Jesús a través de su sangre. Cuando el Nuevo Testamento habla de la sangre de Jesús, no se está refiriendo al líquido que corría por sus venas sino de su entrega hasta la muerte, su compromiso total con la voluntad de su Padre. Cuando se dice que su sangre nos limpia de todo pecado (1 Jn 1:7), la idea es que esa entrega de sí mismo que hizo por nosotros nos transforma en personas que somos aceptables a Dios. Cuando Hebreos dice que la sangre de Cristo “limpiará nuestras conciencias de obras muertas para que sirvamos al Dios vivo” (Heb 9:14), la idea es que, al identificarnos con Cristo como nuestro Señor y con la entrega que hizo de sí mismo, llegamos a ser puros por dentro, convirtiéndonos en gente diferente. Así hay que entender la idea de que hemos sido redimidos por Cristo y su sangre (Ap 5:9; cf. Ef. 1:7) y hemos sido “reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo” (Rom 5:10): gracias a que Cristo estuvo dispuesto a entregar su vida para hacer realidad esta comunidad alternativa, donde todos los miembros le siguen como su Señor, ahora hemos sido redimidos de una vida que sólo llevaba a muerte y reconciliados con Dios, con quien ahora tenemos paz. Lo dice muy bien la Epístola a Tito: Jesucristo “se entregó a sí mismo por nosotros, para rescatarnos de toda maldad y purificar para sí un pueblo propio, empeñado en hacer el bien” (Ti 2:14).

            La idea de que hemos alcanzado el perdón de los pecados mediante la muerte de Cristo también tiene que ser entendida dentro del contexto de todo lo que acabamos de ver. En su amor, Dios quiere que vivamos buscando el bien de los demás juntamente con el nuestro, comprometidos con su anhelo de shalom y justicia para todos y todas. Eso es lo que quiere por nuestro propio bien, porque nos ama. Entonces, cuando nos negamos a vivir así y, a pesar de que nos llama y ruega a cambiar, insistimos en seguir tercamente otro camino que destruye tanto nuestro propio bienestar como el de los demás, movido por su gran amor por nosotros y los demás, podemos decir que Dios se enoja. Lo que hace falta no es simplemente que Dios diga, “Les perdono todo,” porque eso no cambiaría la situación; a lo mejor sólo la haría peor. En eso, tenía razón Anselmo al afirmar que para preservar el orden, la belleza y la justicia en el mundo, Dios no puede simplemente perdonar los pecados. Hay que recordar que amar no es lo mismo que perdonar. Sin duda, siempre hay que perdonar en el sentido de no guardar rencor a los demás. Pero en otro sentido, a veces amar a otro significa no perdonarle en el sentido de exigirle que tome responsabilidad por sus actos y deje de hacer lo malo por su propio bien y el de los demás. Sólo cuando ha hecho eso hay perdón.

            Pero a diferencia de San Anselmo, lo único que podía satisfacer a Dios y quitar su ira es que fuéramos transformados en personas distintas, personas que dejamos de destruirnos a nosotros mismos, a los demás, y al mundo que Dios ha creado, para convertirnos en personas nuevas, comprometidas con la voluntad amorosa de Dios en el mundo. Lo que satisfizo a Dios no es el hecho de que Jesús murió y derramó su sangre—¿cómo podía la muerte cruel y violenta de su Hijo amado ser motivo de satisfacción para él? Igual que vimos ayer, lo único que podía satisfacer a Dios es que dejáramos de practicar la injusticia y la maldad y que comenzáramos a hacer lo que contribuye al bienestar de todos. En un sentido, también podemos decir que la muerte de Jesús satisfizo a Dios—pero no su muerte en sí sino la fidelidad y el compromiso absoluto que Jesús mostró en vida y muerte con el proyecto de formar esta nueva comunidad alternativa y hacer posible una realidad nueva y distinta. Lo que le agradó a Dios es la entrega que Jesús hizo de sí mismo, ya que esa entrega ha hecho posible que lo que Dios siempre quería se haga realidad: una comunidad distinta, el pueblo empeñado en hacer el bien, como dice Pablo a Tito.

            Esa es la forma en que Jesucristo obtiene para nosotros el perdón a través de su muerte. Eso es lo que significa decir que murió por nuestros pecados, que ha obtenido el perdón por nosotros en su muerte, o que su sangre ha sido derramada para la remisión de nuestros pecados. En virtud de la fidelidad de Cristo hasta la muerte en formar esta comunidad nueva, su compromiso hasta el derramamiento de su sangre en fundar esta nueva alianza en la que vivimos, ahora Dios nos acepta y perdona. Todo lo malo que hemos hecho en el pasado queda en el olvido. Por supuesto, en el presente, todavía estamos lejos de ser las personas que Dios quiere que seamos por nuestro propio bien. No seguimos a Jesús como debemos. Seguimos negándole, como Pedro, y echándonos para atrás, como hicieron también los otros discípulos en la hora de la verdad. Pero en su amor y misericordia, Cristo sigue fiel a nosotros igual como siguió fiel a sus discípulos, perdonándonos como los perdonó a ellos y a Pedro, y llamándonos a retomar el camino junto con él. El Nuevo Testamento también afirma que Cristo intercede por nosotros ante su Padre (Rom 8:34; Heb 7:25; 9:24), obteniendo para nosotros el perdón. Pero al hacer esto, no está intercediendo ante un Dios airado que no nos ama y cuya justicia perfecta le impide perdonarnos. Al contrario, según el pensamiento del Nuevo Testamento, Jesús está intercediendo ante un Dios que nos ama tanto que no quiere tolerar que sigamos lastimándonos a nosotros mismos y a otros a quienes también ama igual que nosotros. Jesús intercede ante un Dios que exige que seamos perfectos en amor por nuestro propio bien. Intercede ante Dios por nosotros en virtud de lo que ha hecho y seguirá haciendo en nosotros, convirtiéndonos en gente diferente, gente que sí es como el Padre quiere que seamos.

Repensar a Dios a la luz de Jesucristo

            Entonces, ¿de qué somos salvos? ¿De Dios? ¿De un Dios que está con la mano levantada, lista para “hundirnos en el abismo”? ¿Vino Cristo a salvarnos de un Dios perfectamente justo que exige que nuestros pecados sean castigados? ¿Está Dios con una mano lanzándonos rayos y con la otra interceptando esos rayos para que no nos alcancen? Por supuesto que no.[52] Dios no envió a su Hijo para salvarnos de él: lo mandó para salvarnos de nosotros mismos—nosotros que constantemente destruimos el bienestar que Dios quiere para nosotros, nosotros que hemos echado a perder nuestro propio shalom y felicidad, nosotros que tercamente insistimos en hacer cosas que lastiman a otros y nos lastiman a nosotros mismos. Así hay que entender el pecado: pecar no es simplemente transgredir algún mandamiento o prohibición que Dios nos ha dado movido por su justicia y santidad eternas e inviolables. El pecado es todo lo que hacemos y dejamos de hacer que destruye nuestro bienestar y el de los demás. Por eso, Dios prohibe que pequemos, no por causa de él o su supuesta justicia perfecta sino por causa de nosotros, porque nos ama y quiere lo mejor para nosotros. El pecado consiste en no amar como Dios nos ama, de manera incondicional; pues Dios sabe que si no amamos así, nunca podremos tener en nuestra vida y nuestro mundo el bienestar integral que quiere para todos y todas sin excepción.

            Aquí es importante aclarar lo que debemos entender por el amor y qué significa amor incondicional. En nuestra cultura moderna, cuando pensamos en amor pensamos en cariño y apapachos y sentimientos de afecto y ternura. Pero cuando la Biblia habla del amor, lo define en otros términos: en pocas palabras, el amor es buscar el bien de otros juntamente con el nuestro. San Pablo dice, por ejemplo, “Ninguno busque sólo su propio bien, sino el del otro” (1 Co 10:24), y afirma que cada uno debe mirar “no sólo por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” (Fil 2:4). Eso es lo que es el amor: es buscar el bien para otros en cuerpo y alma, buscar que tengan todo lo que necesitan, buscar su felicidad, buscar que puedan gozar de ese shalom que Dios quiere para todos y todas sin excepción. Pero decir que Dios quiere shalom y bienestar y felicidad para todos y todas significa que también quiere shalom y bienestar y felicidad para mí y para ti. El ideal no es que otros estén bien y que yo esté mal; al contrario, el ideal es que todos estemos bien. Por eso, la última frase de esta definición es indispensable: amar es buscar el bien de otros juntamente con el mío, porque Dios me ama a mí igual como ama a los demás—ni más, ni menos.

            Pero al mismo tiempo, hay que recordar que ese bien consiste no sólo en recibir sino en dar. Sólo podemos estar bien cuando estamos dando de nosotros mismos en amor. Sólo podemos vivir felices cuando vivimos buscando el bien de otros juntamente con el nuestro. Por eso, cuando Dios nos manda amar, lo hace por nuestro propio bien. Y eso significa también que amar a otros y buscar su felicidad significa llamarlos e instarlos a dar de sí mismos en amor, también, juntamente con nosotros. Amar a otros es exigir algo de ellos: que ellos también amen, comprometiéndose con el bienestar integral de todos y todas sin excepción. Si no hacemos ese llamado, no estamos amando a los demás ni estamos realmente buscando su bienestar y felicidad.

            Cuando hablamos de amor incondicional, entonces, no estamos hablando de siempre sentir cariño y afecto por los demás, hagan lo que hagan. Sin duda, en muchos momentos al amar a otros sentimos eso, pero no siempre, pues todos sabemos que no toda la gente nos va a caer bien. El amor incondicional no es un sentimiento sino un compromiso. El amor incondicional es buscar el bien de los demás sin ponerles ninguna condición. Es estar comprometidos a hacer lo que contribuye al bienestar integral de los demás, hagan lo que hagan, digan lo que digan, pase lo que pase. Por supuesto, generalmente eso significará mostrar y sentir afecto, disfrutar de la compañía de otros y vivir en paz y armonía con ellos y ellas. Pero no siempre. Cuando alguien está haciendo algo que lastima o perjudica a otros o a sí mismo, amar a esa persona—buscar su bien—es decirle que deje de hacer lo que está haciendo. Y si se niega a dejar de hacerlo, es seguir insistiendo, y a veces hasta llegar a enojarnos. Pero ese enojo es expresión de nuestro amor por esa persona y por los que son afectados por sus acciones. Como ya señalamos arriba, a veces amar a otra persona es no perdonarle sino exigir que asuma responsabilidad por sus actos y que cambie. Pero eso lo hacemos porque queremos su bien, juntamente con el nuestro y el de los demás. Lo hacemos por amor.

            Por supuesto, hay que estar conscientes de que existe un peligro aquí: el de definir nosotros de manera unilateral lo que es para el bien de otros. Ninguno de nosotros tiene el derecho de hacer eso. Es muy fácil que yo defina lo que considero que es para tu bien cuando en realidad desde tu perspectiva y la de otros no es así.  Muchas veces afirmamos estar buscando el bien de otros cuando en el fondo estamos persiguiendo otros intereses ocultos, a veces hasta sin darnos cuenta, o cuando definimos el bien de otros sin entrar en diálogo con ellos y otras personas acerca de lo que realmente constituye ese bien. Según la Biblia, sólo a Dios le corresponde definir el bien y el mal—y ninguno de nosotros podemos ni debemos ponernos en el lugar de Dios, como si habláramos por él de manera exclusiva.

            Lamentablemente, frente al mal, a veces el amor tiene que tomar formas que no quisiéramos. Por ejemplo, buscar el bien de una persona adicta al alcohol o las drogas no es fácil, sobre todo cuando se niega a reconocer su problema. Asimismo, cuando hay una persona que insiste en practicar la violencia física o emocional, a veces buscar su bien juntamente con el nuestro y los demás significa encerrarlo o excluirlo de nuestros espacios para que ya no pueda seguir lastimando a otros. A veces uno tiene que lastimar a una persona para buscar su bien, como el médico que tiene que cortar o lastimar el cuerpo de alguien para poderlo sanar. Ese es un tema complejo, y desafortunadamente no tenemos tiempo para examinarlo más a fondo aquí.

            Sin embargo, lo menciono porque hay que tenerlo en mente al considerar los pasajes del Nuevo Testamento que hablan de la condenación y el castigo de Dios. Es difícil reconciliar esos pasajes con el amor incondicional de Dios, pero hay que recordar lo que acabamos de decir: frente al mal, a veces el amor incondicional no puede tomar la forma que quisiera. El Nuevo Testamento afirma que Dios quiere que todos sean salvos (1 Tim 2:4), que tengan ese shalom o bienestar integral que nos da en Cristo tanto en el presente como en el futuro. De eso no cabe duda. Pero por lo que acabamos de ver, para tener ese shalom o bienestar integral, necesitamos aprender a amar como Dios nos ama, de manera incondicional. Hasta cierto punto, todos tenemos que ser salvados de nosotros mismos, pero eso sólo es posible si reconocemos que estamos mal para que Dios pueda hacer su obra en nosotros a través de su Hijo y su Espíritu Santo y a través de nuestros hermanos y hermanas en la fe. Al mismo tiempo, como enseña Jesús, a nosotros no nos toca juzgar a nadie; lo único que nos toca es seguir comprometidos con el deseo de Dios de que todas las personas gocen del bienestar que quiere para ellas y ellos. No somos llamados a juzgar a los demás sino sólo a amarlos. Lo demás, su destino futuro y lo que les espera en el mundo venidero, lo dejamos en manos de Dios, el mismo Dios que ama a todos y todas por igual.

            A la luz de todo lo que hemos visto, hay que preguntar: ¿Podemos hablar de un Dios de puro amor y pura gracia? Para mí, si vamos a ser fieles a lo que encontramos a través de ambos testamentos, pero sobre todo en Jesús, no sólo podemos hablar de un Dios de puro amor y pura gracia sino también tenemos que. Sin duda, a veces esto es problemático, pues no entendemos todos los caminos de Dios, y la existencia del mal en el mundo y en todos nosotros sigue siendo un enigma frente a este Dios amoroso y todopoderoso. Pero más que simplemente hablar de un Dios de puro amor y gracia, tenemos que encarnarlo.

            Y eso nos lleva al evangelio. Entender a Dios de la manera en que he propuesto aquí significa entender el evangelio en términos distintos a los tradicionales. En mi tradición luterana, por ejemplo, una de las doctrinas más básicas es la distinción entre ley y evangelio. Según esta idea, no se puede proclamar el evangelio sin proclamar primero la ley. Uno de los escritos confesionales luteranos, la Fórmula de Concordia dice así:

       la ley en su sentido estricto es una doctrina divina en la que se revela la justa e inmutable voluntad de Dios en lo que respecta a cómo ha de ser el hombre en su naturaleza, pensa-mientos, palabras y obras, para que pueda agradar a Dios; y ella amenaza a los transgresores de los preceptos divinos con la ira de Dios y el castigo temporal y eterno…. [Y]a que el hombre no ha guardado la ley de Dios, sino que la ha traspasado y la combate por medio de su corrupta naturaleza, sus pensa-mientos, palabras y obras, razón por la cual está sujeto a la ira de Dios, la muerte, todas las calamidades temporales y el castigo eterno del infierno, el evangelio en su sentido estricto es la doctrina que enseña lo que el hombre debe creer a fin de que obtenga de Dios el perdón de los pecados; esto es, debe creer que el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, ha cargado sobre sí la maldición de la ley, ha expiado por completo todos nuestros pecados, y que sólo por medio de él nos reconciliamos con Dios, obtenemos perdón de los pecados mediante la fe, somos librados de la muerte y de todos los castigos del pecado y por fin recibimos la salvación eterna.”[53]

            Así es como se ha entendido tanto la ley como el evangelio en mi tradición. Pero por varias razones, tengo que decir: eso no está bien. Para mí, ése no es el evangelio. Y tampoco es ése el Dios en quien yo creo y a quien proclamo. En base a lo que hemos visto aquí, tenemos que cambiar lo que entendemos por ley y evangelio. Así como vimos arriba, la ley de Dios es gracia. Lo que nos pide y exige Dios es por nuestro propio bien, porque quiere que seamos felices y tengamos justicia y shalom. Al decir eso, hay que aclarar que, al hablar de ley, no me estoy refiriendo a la ley de Moisés en sí, ni siquiera a los Diez Mandamientos, sino a todo lo que Dios nos manda por nuestro bien. Si Dios nos dice, “Quiero que me obedezcas. Quiero que hagas lo que te diga, confiando en mí,” es porque nos ama de manera incondicional y únicamente quiere que estemos bien. Eso significa que la ley de Dios, entendida así, también es gracia. La ley no es contraria al evangelio, sino más bien ES evangelio.

            Esa definición tradicional del evangelio tampoco está bien. El verdadero evangelio no dice, “La muerte de Cristo aplacó la ira de Dios para que Dios te pueda perdonar tus pecados y puedas ir al cielo en lugar de ser condenado al infierno.” Ese no es el evangelio que predicó ni Jesús ni Pablo. Sin duda, el evangelio incluye el perdón de los pecados, la aceptación misericordiosa de Dios, pero no se puede limitarlo a eso. Es mucho más. El evangelio proclama que a través de su Hijo Dios nos convierte en nuevas personas que amamos y somos amados de manera incondicional. El evangelio proclama que en Cristo Dios está totalmente comprometido con nuestro bienestar y felicidad y con el bienestar y felicidad de todos y todas sin excepción, y que no hay nada—ni vida ni muerte, ni  lo presente, ni lo futuro, ni lo alto ni lo profundo—nada que pueda separarnos jamás de su amor ni hacer que desista de su compromiso inquebrantable de hacer todo lo que está en su poder para lograr el bienestar y la plenitud de vida para cada uno de nosotros. El evangelio proclama que Dios nos da una comunidad de hermanos y hermanas que también están comprometidos con nuestro bien y el de los demás, y que no hay nada más hermoso en la vida ni nada que nos pueda hacer más felices que vivir unidos a ellos y ellas en ese mismo compromiso. Todo eso es el evangelio. El evangelio no es simplemente perdón: es transformación, vida plena en comunidad con otros aquí y ahora y no sólo en el futuro.

            Por eso mismo, la proclamación “Arrepién-tanse y crean el evangelio” no es una amenaza de ira y castigo sino un mensaje de gracia. Arrepentirse es decir, “Estoy mal y necesito cambiar. Quiero ser otra persona, dejando de hacer lo que me lastima y lastima a otros para hacer lo que es para mi bien y el de los demás. Y necesito ayuda de Dios y de los demás para que eso ocurra.” Eso es el arrepentimiento. Por eso, proclamar “Arrepién-tete” es pura gracia. Y asimismo, “crean el evangelio” es pura gracia. Es una invitación a confiar en el Dios de Jesucristo, el Dios de puro amor y gracia, una invitación a aceptar ese amor incondicional y esa nueva vida transformada y esa comunidad de hermanos y hermanas que Dios nos ofrece en Cristo. Eso es creer en el evangelio.

            Hay que entender de la misma manera las palabras de Jesús: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará” (Mc 8:34-35). Eso tampoco es una amenaza ni una imposición, como si Jesús nos pidiera hacer algo que no está en nuestros propios intereses para alcanzar un premio en el cielo. Al contrario, eso es puro evangelio. Seguir a Jesús y cargar la cruz es pura gracia, porque lo que uno recibe al dar de sí mismo en amor es una vida llena de todas las bendiciones que Dios quiere para nosotros. Sin duda, a veces es pesado, es difícil, cuesta trabajo. Como vemos en el caso de Jesús, las consecuencias pueden ser muy dolorosas. Pero la alternativa, el no tomar la cruz, es mucho peor. Porque sólo si estamos dispuestos a sufrir las consecuencias del amor incondicional podremos obtener a cambio la vida de plenitud que Jesús describe como una perla de gran precio o un tesoro escondido en el campo que uno sacrifica todo por adquirir (Mt 13:44-46). Por eso, como dice Jesús, perder la vida de esa manera es encontrarla; es obtener la verdadera vida que no tiene comparación. Ese es el evangelio.

            ¿Qué  podemos concluir de todo esto? Inicié con la siguiente afirmación: “nuestra tarea más urgente como teólogos y teólogas y líderes en las iglesias es rechazar los dioses falsos que hemos heredado y que existen por dondequiera en nuestro mundo para anunciar un Dios diferente, un Dios capaz de transformar nuestra realidad, tanto en nuestras iglesias como nuestra sociedad.” Lamentablemente, aquí no hay espacio suficiente para entrar de lleno en esa afirmación. Por lo tanto, termino con una observación final y algunas preguntas.

            La observación es ésta: en nuestro mundo moderno, donde todo se vale, donde se nos enseña que hay que tolerar todas las perspectivas y evitar absolutismos, yo estoy convencido que tenemos que afirmar con firmeza: “Ese Dios de pura gracia, ese Dios de amor incondicional que encontramos en Jesucristo, ese Dios es el único. No hay otro. Cualquier otro Dios aparte de ese Dios de amor incondicional, comprometido hasta las últimas consecuencias con el bienestar integral de cada uno de nosotros, es un Dios falso.” Necesitamos decir firmemente y con toda convicción a este Dios. Pero como hemos visto ayer y hoy, eso también significa decir No a otros dioses, los dioses que no son pura gracia y amor incondicional, los dioses que son ídolos que los seres humanos nos hemos fabricado con otros fines. Esos dioses existen alrededor de nosotros en la sociedad y en muchas tradiciones religiosas, dioses que no dan vida y shalom ni exigen justicia por causa de todos nosotros sino más bien promueven las injusticias, la opresión, la manipulación de unos por otros, los egoísmos y la destrucción de la verdadera vida. Si vamos a decir  a un Dios diferente, tenemos que pronunciar al mismo tiempo un No contra los dioses que no son pura gracia y amor incondicional.

            Pero, como hemos visto aquí, tenemos que reconocer que esos dioses existen dentro de nuestras propias tradiciones como cristianos y nuestras propias iglesias. Y por eso, decir No a esos dioses significa decir No a ciertas cosas que están en nuestras confesiones y credos y catecismos y en los escritos de nuestros teólogos como Lutero, Calvino y Wesley. En mi experiencia, he visto que casi en todas las tradiciones, se trata a los escritos de los grandes teólogos y las confesiones de la iglesia como si fueran infalibles, más allá de cualquier cuestionamiento. Pero cuestionarlos no es desecharlos. Como luterano, por ejemplo, leo mucho de Lutero que me inspira y me maravillo de la forma en que captó el evangelio para su tiempo. Repetidamente encuentro en sus escritos a ese Dios de pura gracia y amor que para mí es el Dios verdadero. Pero también a veces encuentro otro Dios, un Dios al que tengo que decir No. Y es importante señalarlo, porque no podemos decir al Dios verdadero si no estamos dispuestos a decir No a los dioses que no son pura gracia y amor.

            Decir No  a esos dioses en nuestra propia tradición significa decir No a esos dioses cuando los encontramos en otras tradiciones, también. Al mismo tiempo, tenemos que reconocer que ese Dios en el que creemos, el Dios que está comprometido con el shalom y la justicia para todos y todas, se ha revelado no sólo en nuestra propia tradición de fe sino también en otras, tanto cristianas como no cristianas. Por eso, no se trata de condenar las demás tradiciones por no tener al Dios verdadero, sino discernir junto con otros tanto en nuestras propias tradiciones como otras dónde encontramos a ese Dios verdadero, el Dios de pura gracia y amor incondicional, para decir  a ese Dios y decir No a los otros dioses que están no sólo en otras tradiciones sino también las nuestras. Para eso, es importante dialogar y escuchar. Pero hacemos esto en un espíritu de absoluto com-promiso con ese proyecto que vemos en el Dios de Jesucristo, el proyecto de bienestar integral para todos y todas sin excepción. Ese es el único Dios en el que creemos y el único Dios al que servimos.

            Y para terminar, quisiera considerar muy brevemente cuál sería el impacto de repensar nuestra visión de Dios y dedicarnos a compartir ese Dios de pura gracia y amor en nuestro mundo hoy. Si creemos en un Dios que no busca otra cosa que nuestro bienestar y el de todo el mundo y si confesamos como Rey y Señor al que dio su vida para hacer posible una comunidad nueva y alternativa en la que todos estén comprometidos con el shalom y la justicia y el amor incondicional, ¿qué significa eso para la vida de cada uno de nosotros, para nuestras iglesias y nuestra sociedad? ¿Cómo será un matrimonio y una familia donde todos están comprometidos con esa misma visión? ¿Cómo será una iglesia en la que se espera de cada miembro que asuma ese mismo compromiso con los demás? ¿Cómo será una vida en la que el criterio para definir todo lo que hacemos y decimos es el amor de Dios que vemos en la vida y muerte de Jesucristo?

            ¿Qué significaría esta manera de entender a Dios para la forma en que se ejerce la autoridad en el hogar, la iglesia, la escuela, el gobierno, el trabajo, otras comunidades, y la sociedad en general? ¿Cómo sería nuestro sistema económico y político si el amor incondicional que encontramos en este Dios constituyera su base y fundamento? ¿Cómo serían nuestros sistemas legales y penales si entendiéramos la justicia, no como algo contrario al amor sino como algo que tiene que ser expresión del amor? ¿Cómo sería nuestra vida y nuestro mundo si realmente creyéramos en el Dios que hemos descrito ayer y hoy?

            Yo sé que esas preguntas pueden sonar muy idealistas y utópicas. Pero estoy convencido que ésa fue la visión de Jesús y de los primeros cristianos en base a la fe que tenían en un Dios de pura gracia y amor incondicional, plenamente entregado y comprometido con el bienestar integral para todas sus criaturas. Y por eso mismo, estoy convencido también de que ningún otro Dios que ése tiene el mismo poder para transformar de manera radical nuestra vida y nuestro mundo. Para mí, ése es el poder del evangelio; y ése es el evangelio que nos urge proclamar y compartir hoy en el siglo XXI.

David Brondos

Publicado en 94t.mx el 31 de octubre de 2017


[1] Una bibliografía de las obras de Gonzalo Báez-Camargo se encuentra en Jean-Pierre Bastián, Una vida en la vida del protestantismo mexicano: Diálogos con Gonzalo Báez-Camargo (México, D.F.: Publicaciones El Faro, 1999), pp. 12-15.

[2] Anselmo, Cur Deus Homo (CDH)1.11. Las citas de Cur Deus Homo son tomadas de las Obras Completos de San Anselmo, P. Julián Alameda, ed. y trad. (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1952), Vol. 1, pp. 741-891.

[3] Anselmo, CDH 1.15.

[4] Anselmo, CDH 1.12.

[5] Anselmo, CDH 1.12.

[6] Anselmo, CDH 1.21.

[7] Anselmo, CDH 1.24.

[8] Anselmo, CDH 1.15.

[9] Anselmo, CDH 2.18.

[10] Anselmo, CDH 1.9.

[11] Anselmo, CDH 1.6.

[12] Anselmo, CDH 2.17.

[13] Anselmo, CDH 2.18.

[14] Anselmo, CDH 2.16.

[15] Ver los Cánones y Decretos del Concilio de Trento, Sesión 6, Decreto sobre la justificación, Caps. VI-VII, XIII-XIV.

[16]  Las citas anteriores son tomadas de Ricardo García-Villosalada, Martín Lutero: El fraile hambriento de Dios (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2008), Vol. 1, pp. 296-97.

[17] Sobre lo que sigue, ver mi libro Fortress Introduction to Salvation and the Cross (Minneapolis, Minnesota: Fortress Press, 2007), 88-102.

[18] Martín Lutero, D. Martin Luthers Werke, Kritische Gesamtausgabe (WA, por Weimarer Ausgabe), J.F.K. Knaake, Karl Drescher, y Konrad Burdach, eds. (Weimar: Boehlau, 1883), Vol. 40/II, p. 289.

[19] Lutero, WA 40, p. 544.

[20] Lutero, WA 12, p. 291.

[21] Lutero, WA 45, p. 240.

[22] Felipe Melanchton, Apología a la Confesión de Augsburgo, Art. IV, 179.

[23] Juan Calvino, Institución de la religión cristiana (Inst.) 2.16.2. Las citas son tomadas de Juan Calvino, Institución de la religión cristiana, 5ª. ed. inalterada (Rijswijk, Paises Bajos: Fundación Editorial de Literatura Reformada, 1999).

[24] Calvino, Inst. 2.16.5.

[25] Confesión de fe Bautista de 1689, 8.4.

[26] Catecismo de Heidelberg, Preguntas 10 y 11.

[27] Calvino, Inst. 2.16.1.

[28] Kazoh Kitamori, Teología del dolor de Dios (Salamanca: Sígueme, 1975), pp. 178-179.

[29] Calvino, Inst. 2.16.2.

[30] Lutero, Catecismo Mayor, Explicación del Tercer Artículo del Credo. Ver también, por ejemplo, Obras de Martín Lutero (Buenos Aires: Publicaciones El Escudo, 1967-1985), Vol. IV, pp. 317-318; Vol. VI, p. 149.

[31] Confesión de Augsburgo, Arts. V, XII.

[32] Calvino, Inst. 2.17.3; cf. 2.17.4.

[33] Sobre este problema, ver mi libro Redeeming the Gospel: The Christian Faith Reconsidered (Minneapolis, Minnesota: Fortress Press, 2011), pp. 68-70.

[34] Sobre estas cuestiones, ver Yairah Amit, “The Jubilee Law — An Attempt at Instituting Social Justice,” en Henning Graf Reventlow y Yair Hoffman, eds., Justice and Righteousness: Biblical Themes and their Influence (Sheffield: Academic Press, 1992), pp. 50-53, 59.

[35] Ver Hans Jochen Boecker, Law and the Administration of Justice in the Old Testament and Ancient East (Londres: SPCK, 1980), pp. 173-175.

[36] Gérard Verkindère, La justicia en el Antiguo Testamento (Estella, Navarra: Verbo Divino, 2001), pp. 35-51. 

[37] Ver James B. Pritchard, ed., The Ancient Near East: An Anthology of Texts and Pictures (Princeton, New Jersey: Princeton University Press, 1958), pp. 93-118. Sobre los baales y otros dioses del antiguo medio oriente, ver también Martín Noth, El Mundo del Antiguo Testamento (Madrid: Ed. Cristiandad, 1976), pp. 289-303.

[38] Al citar las referencias de los Evangelios Sinópticos, no se incluyen los pasajes paralelos, los cuales pueden ser consultados en cualquier versión crítica del Nuevo Testamento.

[39] Para las diferentes perspectivas sobre esta cuestión, ver por ejemplo Bruce Chilton, “The Kingdom of God in Recent Discussion,” en B. Chilton y Craig Evans, Studying the Historical Jesus (Leiden: Brill, 1994), pp. 255-80; Dale Allison, The End of the Ages has Come (Minneapolis, Minnesota: Fortress Press, 1985), pp. 101-14.

[40] Ver Allison, p. 114: Hartmut Stegemann, The Library of Qurmaon, on the Essenes, Qumran, John the Baptist, and Jesus (Grand Rapids, Michigan: Eerdmans, 1998), p. 235.

[41] Ver Warren Carter, Matthew and Empire: Initial Explorations (Harrisburg, Pennsylvania: Trinity Press International, 2001), p. 80.

[42] Ver Sean Freyne, Galilee, Jesus, and the Gospels (Minneapolis, Minnesota: Fortress Press, 1988), p. 238; Bruce Chilton, The Temple of Jesus: His Sacrificial Program within a Cultural History of Sacrifice (University Park, Pennsylvania: Pennsylvania State University, 1992), pp. 130-32; Richard A: Horsley, “The Dead Sea Scrolls and the Historical Jesus,” en James H. Charlesworth, ed., The Bible and the Dead Sea Scrolls (Waco, Texas: Baylor University Press, 2006), pp. 48-52.

[43] Ver Marcus J. Borg y John Dominic Crossan, The Last Week: A Day-by-Day Account of Jesus’s Final Week in Jerusalem (San Francisco: Harper San Francisco, 2006), pp. 2-5; David R. Catchpole, “The ‘triumphal’ entry,” en Ernst Bammel y C.F.D. Moule, Jesus and the Politics of his Day (Cambridge: Cambridge University Press, 1984), pp. 319-22.

[44] Albert Schweitzer, The Quest of the Historical Jesus: A Critical Study of its Progress from Reimarus to Wrede (Londres: A. & C. Black, 1954), p. 389 n.1.

[45] Ver William Herzog, “Onstage and Offstage with Jesus of Nazareth: Public Transcripts, Hidden Transcripts, and Gospel Texts,” en Richard A. Horsley, ed. Hidden Transcripts and the Arts of Resistance: Applying the Work of James C. Scott to Jesus and Paul (Atlanta: Society of Biblical Literature, 2004), pp. 49-59.

[46] Ver Richard A. Horsley, “The Politics of Disguise and Public Declaration of the Hidden Transcript: Broadening our Approach to the Historical Jesus with Scott’s ‘Arts of Resistance’ Theory,” en R. Horsley, ed. Hidden Transcripts, pp. 75-77.

[47] Timothy C. Gray, The Temple in the Gospel of Mark: A Study in its Narrative Role (Tübingen: Mohr Siebeck, 2008), pp. 91-92.

[48] Ver Leonardo Boff, Jesucristo y la liberación del hombre, 2ª. ed. (Madrid: Ed. Cristiandad, 1987), pp. 339-40.

[49] Ver Jon Sobrino, Cristología desde América Latina (México, D.F.: Centro de Reflexión Teológica, 1977), pp. 181-82.

[50] Ver, por ejemplo, Frank J. Matera, Passion Narratives and Gospel Theologies: Interpreting the Synoptics Through Their Passion Stories (Eugene, Oregon: Wipf and Stock, 2001), pp. 38-44.

[51] Sobre los siguientes pasajes, ver mi libro Paul on the Cross: Reconstructing the Apostle’s Story of Redemption (Minneapolis, Minnesota: Fortress Press, 2006), pp. 33-62, 103-150.

[52] Mucho de lo que sigue está basado en el argumento de mi libro Redeeming the Gospel, pp. 180-207.

[53] Fórmula de  Concordia, Declaración Sólida, 5.17.20.